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Martirio del fanático Karl Hess y dos contribuyentes del SAT

 

— ¿Me dice usted que ese tipo feo, gordo y barbón llamado Karl Hess, le prohibió el gobierno de Estados Unidos que usara dinero por el resto de su vida?

La joven morena, de traje sastre se impacienta más que yo. Es dueña de una estética y viene al Módulo de Servicios Tributarios de San Pedro para asesorarse sobre cómo migrar a factura electrónica tipo CFDI (Comprobante Fiscal Digital por Internet). Mi trámite como causante es más burocrático: intento abrir una S.A. y es la tercera vez que me citan en esta oficina del SAT para inscribirla en el RFC. Más que una sala de espera, es un centro de tortura: hileras de sillas incómodas en el centro de una especie de bodega y un par de pantallas de televisión que transmiten los peores programas matutinos. Media hora sentados, esperando que nuestros respectivos números de turno coincidan con las cifras del monitor. La joven murmura una queja de desahogo inútil:

–Es un abuso, una arbitrariedad. Se debe cumplir el derecho, no la Ley.

Karl Hess camina de un lado a otro como animal enjaulado y repite su frase en plan de manda. Su esposa lo mira en silencio. No puede creer lo que les pasa: es kafkiano. Se reacomoda en una silla de madera, en la cocina a obscuras. Son los años sesenta, con Kennedy asesinado, Lyndon B. Johnson en la presidencia, y la guerra de Vietnam como acido corrosivo que quema la escasa moral de los norteamericanos. Hess engola la voz como si hablara ante una tribuna ficticia y con su típico tonito nasal proclama un acto inmortal de rebeldía:

–No volveré a pagar impuestos el resto de mi vida.

La joven morena rasca su cabeza y se muerde el labio inferior. Vive en la inmanencia del aquí y el ahora. Como contribuyente, atada para siempre al sistema impositivo mexicano, no puede creer que un viejo conservador, que escribió los discursos del candidato presidencial Barry Goldwater en 1964, se hubiera atrevido a enfrentarse a la tributación fiscal del país más poderoso del mundo. Karl Hess se volvió en los años ochenta y noventa una figura emblemática para los estadounidenses, una leyenda en vida de la libertad de conciencia.

–Pues lo haré, mi amor, aunque hoy nos confiscaron todos nuestros bienes y fui sentenciado a no volver a usar dinero el resto de mi vida. Cuando les reclamé que sin recursos económicos no podré comprar alimentos por lo que me condenan a morir de inanición, el servicio de rentas internas (IRS) me notificó que ese era mi problema, no el de ellos.

La mujer se incorpora de la silla de madera con una indignación que le enrojece los pómulos. Se irrita cada vez más:

–Así son los burócratas, no piensan en el ciudadano. Ya ve usted: nos tienen aquí sentados desde hace más de media hora. ¡Y no hay para cuando!

Yo trato de calmarla, pero mi convicción es poca:

–Tranquila, señorita, Karl Hess sufrió más que nosotros. Se vio obligado a cerrar sus cuentas bancarias, a no volver a entrar a un supermercado, a cultivar en su huerto doméstico lo que comía a diario, a no guardar billetes o monedas ni siquiera debajo del colchón, a usar el trueque como único medio de subsistencia. Y eso en pleno siglo XX.

–Bueno — añade Karl Hess a su esposa, frenando su ir y venir por la cocina –, nos mudaremos a West Virginia y montaré de nuevo mi taller de soldadura. No será nada tan grave. Podemos vivir al margen del Estado, sin recibir ningún tipo de subsidio.

Ella no sabe qué responder. El torrente de sorpresas la mete a un tobogán de sentimientos, de dudas, de desprecio a la burocracia y a la construcción artificial del paraíso en forma de citas eternas, trámites, archivos y pérdida de tiempo en oficinas de gobierno.

–Por eso yo creo en la libertad individual – dice ella, metamorfoseada de un instante a otro en una conversa, una evangelizadora de la doctrina libertaria. Arruga en el puño el papelito con el número de turno–. Creo en la cooperación voluntaria y estoy en contra del gobierno corrupto, burocrático, inepto, sea del partido que sea.

Karl Hess respira satisfecho: intuye aliviado el respaldado de su esposa. El futuro no será fácil para su matrimonio: es el precio a pagar por su necio afán de ser dueño absoluto de su vida y disponer del propio cuerpo como le venga en gana; de oponerse a cualquier Estado policiaco, a todo gobierno centralizado, estatista y al capitalismo monopólico y corporativista. En los años ochenta será el adalid de la tecnología apropiada (la que tiene efectos benéficos sobre las personas y el medio ambiente), pero sobre todo de los llamados objetores fiscales: es decir, de quienes se niegan a pagar impuestos por razones de conciencia, como lo fue el propio Gandhi.

–Le adivinaré en qué más creía el antipolítico de Karl Hess – me reta la joven morena –. Seguramente defendía a los pequeños emprendedores, a las micro empresas; creía en la libertad sexual, religiosa y racial. ¿No es verdad? Y en la decisión personal de consumir drogas, alcohol y tabaco.

–Así es – le respondo –. Y lo peor es que su mejor escrito filosófico, “La muerte de la política” lo publicó en la revista Playboy, de Hugh Hefner; una doctrina de grandes alcances intelectuales divulgada por una publicación pornográfica. ¡Cuánta ironía!

He dejado de esperar mi acceso a uno de los módulos de atención: estoy extasiado con el discurso libertario del que se ha apropiado la joven morena sentada a mi lado. Le indico que el monitor ya informa sobre su turno para ser atendida pero ella ya no me escucha. Parece buscar el baño pero se dirige a la salida del SAT. Nada peor que una conversa de armas tomar. Como el propio Karl Hess.

Por mi parte, cuando llega mi turno, luego de casi una hora de espera, me recibe una burócrata aburrida frente a una computadora obsoleta. Revisa mi expediente, descubre la falta un trámite que olvidé descargar del portal de Internet del SAT y me programa para una nueva cita la próxima semana. El predicador traicionado por la sucia realidad burocrática. Lo bueno es que me reconforto con el Taoísmo, que es un misticismo materialista que sustituye el vértigo por la serenidad.

Karl Hess murió en 1994, a los 71 años, sin haber vuelto a tocar un dólar con sus manos.

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