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La enfermedad de Juan Molinar Horcasitas

 

Juan Molinar Horcasitas sufre un trastorno neuromotor, semejante a la enfermedad de Lou Gehrig. Desconozco cual es el tipo preciso de enfermedad de ELA que padece Molinar y que han divulgado periodistas como Raymundo Riva Palacio. Solo espero que su mal sea uno de los menos agresivos.

Colaboré con Molinar en Gobernación entre los años 2000-2002, cuando él fungía como Subsecretario de Desarrollo Político y aunque nunca comprendí algunas neurosis muy peculiares suyas, lo admiré en aquel entonces como jefe y como investigador académico; luego fue acusado de ser uno de los culpables del incendio de la Guardería ABC, donde murieron 49 niños y mi afecto por él se extinguió.

Me enteré por primera vez de la enfermedad denominada ELA, porque la padeció un maestro mío de primera línea: Tony Judt, uno de los historiadores británicos de izquierda más calificados en el mundo entero, radicado en Nueva York. Añado como dato curioso que Molinar también comenzó su vida profesional como historiador y politólogo en el COLMEX, con especialidad en sistema electoral mexicano, tema de su primer libro publicado en Cal y Arena: “El tiempo de la legitimidad” (1991).

El propio Judt contaba que la ELA se le manifestó con síntomas menores: perdió la sensibilidad en un dedo del pie, luego de una extremidad y finalmente de las cuatro. Lo de “finalmente” es un eufemismo: en realidad, según lo contó el propio Judt con fría naturalidad en carta pública, se convirtió en poco tiempo en un parapléjico: los músculos del torso se le adormecieron hasta volverle imposible la respiración, sin auxilio de un aparato externo. Judt narraba cómo tragar, hablar e incluso controlar su mandíbula y su cabeza se le convirtieron en movimientos corporales imposibles de realizar.

Dice Judt que la solución a medias para su sufrimiento fue “repasar mi vida, mis ideas, mis fantasías, mis recuerdos y otras cosas semejantes hasta dar con hechos, personas o historias que puedo utilizar para distraer mi mente del cuerpo en el que está encerrada. Estos ejercicios mentales tienen que ser suficientemente interesantes para retener mi atención y ayudarme a superar un picor insufrible en el oído o en los riñones; pero también tienen que ser suficientemente aburridos para servir de preludio y ayuda al sueño”.

La sensación de asilamiento y encierro que impone esta enfermedad en los pacientes no puede comprenderla, aunque lo quiera, el amigo o el familiar más cercano o generoso. Incluso el propio Judt suplicaba a ciertos colegas suyos que lo acompañaran en vela toda la noche para charlar sobre cualquier asunto. Pocos le siguieron en su petición agónica.

El único alivio para Judt fue descubrir un mecanismo de supervivencia que le fortaleciera su mente. Semanas antes de morir, gracias irónicamente a su incapacidad para tomar notas o prepararlas, la memoria de Judt mejoró considerablemente. Él mismo concluía, sin embargo, que estas pequeñas satisfacciones eran efímeras y pasajeras. La agilidad mental es una fuente de placer, sin duda alguna, mientras una persona no dependa exclusivamente de ella.

Lo mismo decía Judt de las motivadoras palabras de consuelo de quienes le sugerían que cuando lo físico falla siempre se encontrarán compensaciones no físicas. “Es inútil” les reclamaba Judt: “una pérdida es una pérdida, y no se gana nada llamándola con un nombre más bonito”.

Tony Judt murió el 6 de agosto de 2010, semanas después de escribir este documento valiente y conmovedor; testimonio de un hombre dispuesto a contar su calvario personal con la fría y calculadora calma de un científico. A Juan Molinar Horcasitas nuestro respeto más sincero.

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