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El Huésped de la 36

Cuando mi hijo fue sometido a un trasplante total de rodilla a causa del cáncer que padeció y que finalmente le arrebató la vida, lo alojaron en un cuarto especial en el área de Pediatría del Hospital Universitario, cercano al sector de población abierta.

Cuando terminaba la hora de visita y se apagaban las luces, los niños al verse solos, invariablemente empezaban a llorar.

Ahí Judás estuvo aislado e inmovilizado casi diez días en la Habitación número 36.

Era un llanto que taladraba el alma, narra Rocio su extraordinaria y valiente madre en un artículo al que tituló: Lagrimas.

Comenta que a pesar de la fortaleza que siempre lo distinguió, Judas le decía:

__. ¡Por favor Rosa haz algo, habla con ellos, cuéntales un cuento! ¡Cántales las canciones que me cantabas de niño, pero por favor, que dejen de llorar..!

En la hosquedad del hospital nuestro hijo se empeño en conocer uno a uno a los niños que sufrían en silencio.

De hecho cuenta Rocío, el día que por fin lo dieron de alta, con el dinero de su beca, le pidió comprarle a cada uno de ellos un obsequio.

En silla de ruedas, Judás hizo un recorrido y visitó a los cinco niños de la sala de trauma.

Dedicando un espacio especial para una niña de apenas cinco años de edad, a quien habían operado de la cadera.

Era la más llorona de todos, a ella Judás le dijo con asombro y sin mentir, que era más hermosa de lo que le había contado su madre y que le sorprendía saber de su valor.

__.  “Le dijo tantas cosas bonitas, que por un momento la niña olvidó su dolor y si los ojos no me engañan, parecía como si la pequeña flotara”, señala Rocio en su escrito.

Con mucha pena, mi hijo le contó que por las noches, a él lo invadía el miedo y lloraba…        Que sentía mucha vergüenza saber que una niña tan hermosa como ella, tuviera más valor que él!

Y era verdad, en varias ocasiones vi lágrimas en los ojos de mi hijo. Eran lágrimas de impotencia.

No soportaba pensar en esos niños enfermos que lejos de sus padres, tenían que pasar las noches en vela, imaginando tantas cosas funestas. Deseando con todas sus fuerzas, los besos de su madre!

Entonces afirma Rocío Judás decidió escribir sobre su experiencia.

Como coincidencia del destino al regresar a Cd. Victoria la coordinadora de los Médicos de la Risa, le dijo que muchos de los voluntarios se habían ausentado.

Por ende, el grupo que visitaba el área de Oncología del Hospital Infantil era cada vez más pequeño.

Le pidió entonces que escribiera una carta, que motivara a los jóvenes para que no dejaran su labor humanitaria, que tanto hacía reír a los niños.

Así nació el Huésped de la 36,  Una historia real en la que Judás escribe con el corazón y detalla cada momento de angustia, de tristeza, de dudas, de soledad, de miedos e incluso de rabia que vivió durante tres años, en una lucha frontal contra un cáncer agresivo que le quitó la juventud a los 23 años de edad.

 

El huésped de la 36

Llegada la noche se fueron vaciando las salas de espera y el hospital entero se iba apagando en un habitual silencio.

En el vacío clásico que acompaña la melancolía, de aquellos familiares que se atan a la esperanza que les brinda un día nuevo, donde todo sea distinto para sus enfermos y que traiga más risas, que llantos para ellos.

Ahí iban quedándose solos unos, acariciando un rosario sentados en la banca, otros depositando el sueño en improvisadas camas tendidas al suelo.

En medio de un ambiente donde flotaban libres los malos presagios y los lamentos, se aislaban obscuras todas las tristezas del mundo, y minuto a minuto iban quedándose más solas todas esas almas rotas, que esperaban un rayo de luz, un arrebato del viento que les cambiara todos sus conceptos.

Los de vida, los de muerte, que todo fuera como ayer cuando sonreían en una fiesta o paseaban juntos, por alguna Plaza del Centro…

Se fueron vaciando las salas de espera y el hospital entero.  Con la visita, se iba la alegría que el día había ofrecido en un gentil gesto.

Se fugaba la hora cínica, la hora indolente, como una risa que no causa eco y el ruido que tanta falta parecía hacer siempre, ya no llenaba y hacía de lado a la soledad y la tristeza que van dejando tras de sí, las horas de visita.

Dentro, donde todos los niños heridos y enfermos se guardan de la noche, unos más solos que otros. Unos que duermen, unos que lloran con amargura la ausencia de hermanos y padres.

Acostados en camas anónimas de cuartos anónimos, que en otros tiempos albergaron a niños que ya se fueron.

No es ni el bullicio de las enfermeras y médicos, ni el andar de aquí para allá de camillas y carritos de medicamentos lo que distrae a un paciente, que piensa profundamente frente a la ventana que le muestra unos tempranos luceros.

No le conmueve el ruido de un pulmón artificial que le vende a un pequeño tantos gramos de aliento, ni le estremecen los gritos ajenos que de lejos, corren como aves de mal agüero.

Nada lo arranca de su desazón, de su tristeza, única y exclusiva que le embarga hasta los más lejanos rincones del alma.

Lejos de todo, dentro de sí, solo sus propios gritos hacen eco.

Se formulan preguntas y se contestan con regular pesimismo, como espíritus que penan, de aquellos niños que ya se fueron.

Muy dentro, se gestan ideas malignas, ideas confusas, que se apuñalan unas a otras sin razón, mientras la rutina en el hospital iba abriendo camino a un día nuevo.

¿Qué preguntas se hacia el Huésped de la cama 36?, ¿Qué pensamientos ocupaban su mente, en aquella cama anónima, de aquel cuarto anónimo?…

Tal vez pensaba en la felicidad… tal vez pensaba en su pasado, en su porvenir, ¿Le asaltaron quizás las dudas clásicas de “porque a mi” y ¿porque, no a otro”?

__.  –Por qué  precisamente a mi – diría a sus adentros-  ¿Por qué el destino minó en ese punto preciso de la vida, su andar distraído y juguetón?

Sería posible que soñara despierto, con el sabor agridulce que da la esperanza, cuando se sufre y se piensa en el mañana, cada vez más lejos.

O podría ser, que se abandonara solo a los lamentos, esos que se subliman irremediablemente a un llanto interno.

No se sabrá nunca, porque la congoja y la rabia se fueron guardando con resentimiento.

Nada se sabe de aquella noche.

La enfermera en turno solo vio como dejó caer su cabeza sobre la almohada, mojándola con una lágrima que brotaba de un corazón que guarda la inocencia y la madurez de un niño, que despierta siendo un hombre.

AMANECIÓ
Las salas del hospital, se iban llenando poco a poco y el ruido matinal despertaba a los pacientes para un asunto u otro.

Todas las salas menos la que albergaba la cama 36.

Aquel día, sus padres habían tenido un retraso; que por las medicinas y el dinero, el cuento que nunca acaba en las familias que se ajustan al salario.

Su familia no le trajo el amanecer y el huésped de la 36 sintió haber dormido en vano, solo para pasar las horas.

Todos aquellos fantasmas que le arrullaron la noche anterior, se habían hospedado para siempre esa madrugada y muchas más.

Llegaron por fin los familiares de la 36. Llegaron con prisa y rodearon la cama, en un acomodo que se había hecho costumbre.

Padre de un lado, Madre del otro, de espaldas a la ventana con sonrisas que iban de la autenticidad a la farsa.

De la visita, solo los rostros habían cambiado. Se miraba en los ojos una tristeza más vieja y en las pieles, como un cansancio curtido con el tiempo.

El silencio era el mismo. El paciente no había pronunciado palabra a no ser un “si” o un “no” y este día no habría de ser la diferencia.

No quiso comer, la discusión para tomar su tratamiento fue el mismo, que los dolores, que las incomodidades.

Todo era igual pero distinto, más crudo y más cruel…

Había algo que la madre sentía con relación a eso, como si fuera un ahogo que le acribillaban el alma, en veces firme, en veces blanda,  cuando pensaba en las noches solitarias que pasaba su hijo.

Miraba sus ojos perderse mas allá de la ventana y sufría en silencio por no tener una bola mágica, que le inventara mil juegos, mil chistes, mil ilusiones que le devolvieran la sonrisa a aquellos labios sellados por la nada.

Lamentaba no tener una varita de hada; que transformase toda pena en alegría, y es que la alegría nace del alma, pero si el alma llora, “de donde te invento la alegría hijo mío?

Se fueron marchitas las primeras horas del día cuando de pronto, por azares que trae la vida o por algún designio divino, la felicidad toco a la puerta del cuarto 36.

Un hombre sin nombre, vestido de blanco y con unos zapatos chistosos, una playera que desentonaba con un pantalón a cuadros.

Una simpática nariz roja le escudaba del mundo exterior y enmarcada de blanco, una sonrisa perpetua, escurridiza y contagiosa, que inundó de inusual contento aquel cuarto frio, aquel cuarto añejo.

El personaje ni muy apático ni muy gracioso, se acercó desinteresadamente a la cama del huésped, mas hundido en la soledad que en la tristeza y se presento ante él, con un nombre que no era su nombre y con un acento que no era su acento.

Le tendió la mano y le gastó una broma. En un principio el paciente no se rió ni por un segundo, pero después fue cediendo poco a poco, hasta que una carcajada, traiciono su amargado espíritu.

No sabía que era, si el acercarse desvergonzado a contar un sin fin de chistes malos o su curiosa vestimenta, que le hizo mostrar una parte que creía perdida de sí mismo.

Cuando rió, Padre y Madre abrieron los ojos con asombro y fue como ver nacer un millón de milagros y de pronto la pena, aquella pena antigua se fue diluyendo.

Ahora todos reían juntos, como en una disonancia hermosa. Descubrieron que la alegría se encontraba en su hijo ahogada, en una salida, que ellos no encontraban.

Los Días pasaban y el mismo personaje chistoso volvía al cuarto de la 36.

Pronto ya eran amigos, pronto sus Padres calcaron la sonrisa perpetua que aquel traía y los ánimos se alzaron al cielo.

El huésped de la 36 ya era otro, cooperaba más y fue abandonando muchas ideas tontas que habían marcado su alma de odio y pena.

Fue transformando muchos pensamientos que le atormentaban de noche y fueron dándose cuenta, como un momento de compañía nos cambia el mundo a todos.

Jugaron mucho, pensaron poco.

Él nunca supo que andanzas trajeron a aquel personaje a robarle un momento triste, para convertirlo en un momento alegre.

No se detuvo a pensar, que tal vez era lo que siempre había esperado, que alguien, un extraño, viniera de algún mundo raro a distraerle la mala vibra y a convertir en días las noches.

Era la compañía, ¡eso era lo que le ponía contento!

A veces miraba a sus padres hacer el mejor intento por construirle un rato agradable y fracasar, porque el corazón se cansa.

Era esa compañía depurada de problemas, la que hacía posible el juego cuando de llorar es el momento.

Para él solo era “un alma buena”.

Así corrieron las semanas hasta que de pronto, un día se ausentó aquel personaje. ¡Ese día se sintió como un frio mortal que recorría todos los huesos, se detuvo en seco el tren de la esperanza!

Pensó el huésped de la 36, que tal vez otra cosa lo había ocupado. Pero las ausencias se acumularon una tras otra, como las hojas de otoño que hacen de un campo verde, una vereda triste.

Parecía ya no haber tiempo para el Paciente de la 36…

Pensando y pensando se fueron marchitando de a poco los días por su ausencia; con ellos vagaba de nuevo el alma que un día fue feliz y que ahora solo esperaba a que volviera, que volviera para fingir que todo fuera como era antes.

Perdía horas de risa, pero la fe era indistinta a esas horas.

Lo esperaba cada día con renovadas ganas de verlo y en lo último que paraba su pensamiento era en renunciar a la espera. ¡La espera por alguien que estimaba!

Un día le informaron a sus Padres que su hijo sería transferido, por cuestiones que darían un mejor futuro a su situación. Debía continuar en otro lugar.

Cuando él recibió esa noticia, un espanto se mezcló con la sorpresa y dentro de las pocas horas que aún le quedan en ese Hospital, pensó en el personaje chistoso que una vez le trajo jubilo y se preguntó: ¿Qué será de él cuando vuelva a buscarme?…

¡Si yo me voy pensará que no me importa!

Pidió entonces una hoja de papel y una pluma. Garabateo una carta que entregó a una enfermera, con el favor más grande de dársela a ese personaje chistoso y sólo a él.

La dobló por la mitad y así se la dio…

Fue todo. El silencio de la muerte le encontró en otro hospital, en una cama distinta que albergaba otros espíritus, de niños que ya se fueron y él… se fue con ellos.

Se deshojo su alma esperando hasta el último día en aquel hospital y se despidió para siempre con los ojos apagados, de aquella imagen que no volvió jamás. Del alma buena.

Nunca supo si esa carta llegó a su destino, no supo si su amigo volvió, en realidad, se fue ignorando muchas cosas y en el atardecer de su vida, se fueron apagando en soledad todas esas esperanzas que despertaban al medio día, con la ilusión de que volviera para jugar con él  .

No lo volvió a ver…

Pasados algunos meses, un Médico Residente buscando una pluma para apuntar alguna receta, encontró un papel doblado por la mitad, que envolvía un misterio.

Atraído por un impulso de esos que pasan a diario y comúnmente llamamos curiosidad, el joven lo abrió y leyó aquellas palabras, que jamás creyó póstumas. La carta decía…

Querido amigo:

“Pasé este día esperando que volvieras.

¿Sabes? hoy me dijeron que algo mejor me espera en otro hospital y me transfirieron en la mañana”.

Ayer también te esperé, aprendí diez mil maneras de dibujar y de hacer figuras con papel, como las que me enseñaste hacer cuando venías y le dije a mi papá que consiguiera un libro de eso.

Ahora, se hacer otras más que quisiera cuando vengas, enseñarte.

Yo se que tal vez tienes otros problemas, que tal vez te distrae tu trabajo.

Yo te entiendo y no te preocupes, pero quiero que sepas, que en mi siempre tendrás un amigo y que así como tú me robaste una sonrisa y se la regalaste al mundo, yo también te puedo hacer reír.

Mis padres te agradecen, todo lo que has hecho por mí, lo que has hecho por ellos y esperan volverte a ver.

Nada extraño más que tu compañía y espero donde te encuentres, y si algún día vuelves, encuentres esta carta que te dejo.

Te apunté atrás la dirección del nuevo hospital. No olvides verlo.

Tu amigo, el Huésped de la 36”

Judas Javier Peña Mirafuentes.

Esta historia nuestro hijo la dedicó a su entrañable amigo el Dr. Carlos Cuervo Lozano y a todos aquellos médicos que han aprendido el maravilloso arte de curar el cuerpo, pero más aún, a todos los que han encontrado la mágica fuente para curar el Alma.

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