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Valiosos ejercicios irlandeses

Los mexicanos debemos ser un pueblo muy privilegiado. Contamos con un senado que forma parte del Congreso de la Unión. Los 128 ilustres senadores que conforman la llamada “cámara alta” del país, realizan sus labores en uno de los edificios más modernos de México. La nueva sede del senado de la República, inaugurada el 13 de abril del 2011, nos costó a todos los mexicanos 4 mil 32 millones 931 mil 527 pesos; se encuentra en la selecta zona del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, y desde afuera la fachada del recinto intenta evocar el pico de un águila que “vigila” la labor de los funcionarios.

En México, de acuerdo al artículo 58 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, los senadores son los representantes, no de los habitantes del país, sino de las entidades federativas. Son los vivos representantes del federalismo de papel con el que contamos. Para ser senador, se puede ser por principio de mayoría relativa o el de representación proporcional, (es decir, “de lista”) sin hacer campaña ni pedir el voto; craso y absurdo error el de los senadores “de lista” pues en la teoría los senadores representan directamente a las entidades federativas y no a los ciudadanos.

¿Será necesaria la permanencia de los senadores en nuestro país? ¿Nuestra subsistencia, y viabilidad como ente soberano dependerá de estos ilustres mexicanos que se entregan denodadamente, aún acosta de sus propias vidas para darnos a todos un país más justo?

Le cuento que estas preguntas ya se están haciendo en otras latitudes. La mayoría de los irlandeses apoya la abolición de su Senado.

Es el propio poder ejecutivo irlandés quien ha pedido la abolición del Senado porque considera que es un órgano irrelevante, costoso y anticuado para la política de su país. El bando contrario había calificado la propuesta de populista, al tiempo que había alertado sobre el déficit democrático que sufriría el sistema si el Gobierno solo estaba sometido al control de una cámara. Todos los grandes partidos políticos irlandeses han apoyado la abolición del Senado excepto el Fianna Fail, el partido que más veces ha gobernado Irlanda y ahora en la oposición como tercera fuerza política, que prefiere mantenerlo para someterlo a una profunda reforma.

En realidad la permanencia de los senadores se debe a que México está organizado como una República FEDERAL, así sea de papel.

A mayor abundamiento, el federalismo es un sistema de gobierno, una organización política, que basa su existencia en la premisa de la unión de varios estados independientes pero afines por origen, historia, raza o religión, que manifiestan unirse en una causa común, bajo una misma bandera, constitución y régimen, pero sin renunciar a su soberanía en todo su régimen interno.  Bajo esta hipótesis los estados miembros son por tanto independientes políticamente como económicamente del otro y de la federación, fungiendo como pequeños países que operan armoniosamente.

Es importante reflexionar sobre el hecho de que indudablemente en México el federalismo ha fracasado históricamente. Desde el principio, cuando en 1824 el Congreso constituyente copió sin recato alguno esta forma de gobierno de la Constitución de los Estados Unidos, se aplicó por decreto en las regiones nacionales y empezó el drama que no ha terminado prácticamente desde entonces pues dichas regiones distaban enormemente de los orígenes y experiencia previa de autonomía y autogobierno que sí habían vivido las 13 colonias originales que se convirtieron en los Estados Unidos de Norteamérica en 1789.

Los primeros esfuerzos por crear un gobierno central fuerte, realmente capaz de ponerse a la cabeza de una organización nacional que fomentara el desarrollo, que controlara eficazmente el país y cobrara con equidad impuestos para dotar a todo el territorio de paz y justicia que en principio debe proveer cualquier Estado que se precie de serlo, se enfrentaron a las resistencias de las mentalidades oscuras y retrogradas que se habían apropiado de las regiones del país como consecuencia de los 300 años del oscurantismo colonial. Por lo anterior se aseveraba en el párrafo anterior, por doloroso que resulte reconocerlo, el federalismo constitucional mexicano fue resultado de una copia burda, pueril, directa y acrítica de la Constitución de los Estados Unidos. Y desde entonces, a 189 años de distancia nunca ha funcionado con eficacia.

La tensión entre los poderes de facto establecidos en las comarcas y los intentos de construir un Estado central fuerte marcó parte importante del conflicto político del medio siglo que siguió a la constitución de 1824, de breve vigencia, pues la siguieron las dos constituciones centralistas de 1836 y 1846, alguna restauración del federalismo del 24 con reformas, innumerables gobiernos de facto, dos años de dictadura unipersonal y otra rebelión de carácter local, hasta que el valiente congreso constituyente de 1856–57 reformulara los términos del pacto federal y los ámbitos de competencia entre estados, municipios y federación. Todavía pasarían diez años antes de que se pusiera realmente a prueba el diseño de la Constitución de 1857.

Ya en la república restaurada, Juárez primero, y después Lerdo, lidiaron con la compleja relación entre poder central y poderes locales y tuvieron que conseguir poderes especiales del Congreso de la Unión, entonces formado sólo por la Cámara de los Diputados, pues los reformistas del 57 habían tenido a bien eliminar la figura del Senado de la República, para intervenir en los conflictos políticos locales. De ahí que Lerdo propiciara la refundación del Senado, que reapareció sobre todo como la Cámara encargada de legitimar la intervención en la política local para pacificar a los insumisos y castigar a los rebeldes.

Porfirio Díaz institucionalizó el federalismo como ficción aceptada. No sería ya el autogobierno democrático de las regiones pensado por la teoría, sino un sistema de descentralización del gobierno, que ponía a los más leales porfiristas como gobernadores, a quienes a cambio les concedía un cierto nivel de discrecionalidad para tomar decisiones en su ámbito de competencia y, por qué no decirlo,  para enriquecerse con cargo al erario, pero en términos generales don Porfirio los tenía bien controlados, sometidos a su escrutinio, destituyéndolos a discreción cuando perdían la confianza presidencial. Para remover a un gobernador elegantemente bastaba con hacerlo senador de la República,  secretario del gobierno federal o enviarlo como embajador o a estudios militares a Europa.

Después de la Revolución, que despertó a las fuerzas políticas locales una vez sacudido el yugo del control férreo de don Porfirio, durante una década la política relevante se volvió local y de nuevo los caudillos que se habían hecho con el poder en sus regiones durante la guerra tuvieron autonomía y gobernaron con arbitrariedad. El federalismo fue el nombre utilizado por los caciques, vil autoritarismo descentralizado, hasta que en 1929, con el pacto que dio origen al Partido Nacional Revolucionario, el poder comenzó a centralizarse de nuevo.

Desde 1946, al empezar la época clásica del régimen del PRI, de la “revolución Institucionalizada”, los gobernadores se convirtieron de nueva cuenta en agentes nombrados desde los pinos con facultades y atribuciones similares a las de los gobernadores porfirianos, pero ahora limitados por ciclos de circulación acotados a un máximo seis años, lo que limitaba temporal, y resignadamente su capacidad depredadora.

La transición a la democracia nacional a partir del año 2000, trajo consigo la recuperación de los poderes locales, pero en menor medida su democratización, su eficacia o su transparencia. Los gobiernos estatales adquirieron atribuciones en materia de educación y de salud, además de recibir cantidades nunca esperadas por ingresos petroleros adicionales, pero pocos son los que las gestionan con mayor eficiencia y honradez. La calidad y transparencia de casi todas las elecciones locales es menor que las de las federales. Ninguna entidad ha mejorado su recaudación fiscal tendiente a buscar la procuración de recursos propios, y todas siguen dependiendo (cada vez más) de un modelo de transferencias fiscales que nada tiene de auténticamente federal. Recordemos simplemente las imágenes de los diputados federales de cualquier partido y entidad quienes presumen ante los medios de comunicación el “haber conseguido” la reasignación de recursos extraordinarios para sus estados de origen.

Por otra parte, ningún estado se ha propuesto seriamente ser autosuficiente en materia de seguridad, ninguno ha desarrollado un auténtico sistema de carrera profesional de los servidores públicos y en todos subsiste el sistema de botines, donde cada seis y tres años el nuevo gobernador, y los nuevos presidentes municipales, respectivamente entregan los contratos, y cargos públicos a sus leales como recompensa por su lealtad, discreción y apoyo.

Esta realidad se reconoce en el proceso legislativo cuando en el Congreso de la Unión se olvida olímpicamente el buscar aprobar leyes que impulsen un auténtico federalismo. Doce años de gobiernos federales del PAN, que en la oposición se proclamaba como campeón del principio de subsidiaridad, no sirvieron para impulsar una auténtica reforma del fallido federalismo mexicano. Y por lo visto, lo que se observa en era Peña Nieto es que esta será una reedición de la forma clásica de relación del Presidente priista con sus embajadores regionales, principalmente en la mayoría de los estados donde el PRI ha mantenido o recuperado el gobierno. Mientras tanto, los ciudadanos siguen atrapados, sufriendo el “gobierno” de incapaces, arbitrarios y corruptos por los que no han soplado suficientemente los aires del cambio democrático tan cacareado.

La mala e injusta distribución del poder, y las riquezas que generan las 32 identidades supuestamente soberanas que conforman la federación se observa de la siguiente manera:

  • Los estados producen cierta cantidad de renta como entes soberanos, y para una supuesta redistribución correcta, los dineros son enviados a la federación para su “correcta” distribución. Por ejemplo estados como Nuevo León que produce más del 10% del Producto Interno Bruto del país, sólo le regresa la federación por impuestos el 4% del presupuesto; y
  • La federación distribuye de forma proporcional a la cantidad de población y necesidades los dineros recaudados. Con esta fórmula los estados más poblados, y no los más eficientes en ejercer los recursos son los más beneficiados.

En un país federal que presuma de serlo, el gobierno federal debe fungir únicamente como un regulador, y no como juez de la vida económica y política de los estados de la federación. No debería de inmiscuirse en asuntos puramente internos de cada estado, a menos que estos asuntos interfieran con la legalidad de la carta magna de dicho país.

Cada estado del país debe ser responsable de sus principales ingresos, propietario de su propio congreso, su propia corte, y su propio poder ejecutivo, y para ello no se requiere la carga de tener un Senado de la República.
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