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Es que la vida no es simple

 

Me lo contó mi amiga con autorización de publicarlo. No extiendo mis interpretaciones más allá de los linderos de su propia confesión: adornarlo con conjeturas mías sería como tentar los atrevimientos de la impudicia. Mi amiga entró sola al Starbucks de Plaza 401, sobre Calzada del Valle. Pidió un café Latte y se sentó a un lado de los ventanales que dan al estacionamiento. Pensaba en su marido, o en su matrimonio, o en cualquier otra variante de su fracaso sentimental.

A su lado, dos muchachas, una aperlada y la otra rubia, platicaban sobre el reality show que hace años protagonizó Paris Hilton junto con Nicole Richie: “The Simple Life”. Mi amiga se avergonzó porque conocía al detalle las 5 temporadas a las que se referían las chicas. La verdad es que consume a conciencia la barra de programación completa de MTV y de E! Entertainment. Le gustan en especial las series donde aparecen los douchebag, esos metrosexuales de gym eterno, tan ególatras como imbéciles. Mi amiga no hubiera necesitado un minuto con cualquier terapeuta para deducir que los douchebag le recuerdan a su marido, superfluo y vanidoso. En cambio, sí ocuparía más tiempo para elucubrar que su afición televisiva es un recurso enfermizo para evadirse de la triste realidad, a ratos tan insoportable.

Sólo entonces se percató de la mujer setentona que estacionó a la fuerza su Grand Marquis en un espacio apenas libre, frente a los ventanales, y entró al Starbuks con un paraguas demodé y un vestido negro, como de luto. Pidió un espresso clásico y se sentó muy cerca de mi amiga; lo suficiente para que vibrara en su rincón la plática de las dos muchachas. “¿Sabías que Paris y Nicole luego se disgustaron?” Mi amiga se sintió incómoda. “Pues yo le voy a la Richie; Paris se la vive buscando modelos para follárselos en su yate”.

A mi amiga se le vino a la cabeza la imagen de su esposo, ese modelo de quinta de la que está obsesionada porque “no puede dejar de follárselo”, como dirían las chicas. ¡Qué lío! Por eso su vida se limita a ver televisión por cable. De pronto cayó en la cuenta de que su matrimonio no está en crisis, sino que ya no existe. Aunque duerme con su marido, simplemente administra su pérdida. Desde hace años administra ese hueco cotidiano y evidente. Y lo hace viendo día y noche televisión.

La muchacha aperlada le preguntó a la rubia cómo le dicen a los modelos que se folla la Hilton, esos tipos vanidosos pero tontos. “Douchebag” intervino mi amiga para ayudarlas: “lo sé porque vivo con uno de ellos”. Las chicas le dieron las gracias y ahora le preguntaron por su estado civil. “Casada” contestó mi amiga. “¿Y por qué no te divorcias?” y ella les confesó a regañadientes su verdad: “por una resistencia interior mucho más fuerte que yo”. Pero ya no pudieron escucharla porque la setentona, como de la nada, comenzó a gritarles, blandiendo su paraguas: “A ninguno de los clientes del Starbucks nos interesa “The Simple Life”, ni con quién se acuesta Paris Hilton. Venimos a tomar café y meditar, no a oir las frivolidades de dos estúpidas”.

Mi amiga se hizo a un lado para que pasara la setentona, saliera por la puerta principal y se subiera a su Grand Marquis dando un portazo. Luego, a través de los ventanales la vio maniobrar más de quince minutos sin poder librar su coche del pequeño espacio donde lo había estacionado. Las muchachas se burlaban: “a la ruquita le falta su douchebag”, y le hacían gestos detrás del vidrio. “Ya les dije que vivo con uno de ellos y no es nada placentero”, les recordó mi amiga a las dos muchachas, mientras se resolvía a salir del local. Lo hizo conciente de ser espiada por ellas.

Viuda, sin amistades, y ahora sin poder sacar mi propio carro” se lamentaba la señora desde el asiento del chofer, con el vidrio abajo. Plantada a un lado de la puerta del Grand Marquis, mi amiga le ofreció que la dejara maniobrar a ella. En menos de un minuto sacó sin problemas el coche atrapado. La setentona sujetó con fuerza su paraguas, la miró apenada, le dió varias veces las gracias, rogándole que la aceptara como amiga y de sus ojos brotaron un par de lágrimas que le escurrieron por las mejillas arrugadas. Luego, quién sabe por qué, le preguntó otra vez por su estado civil.

Mi amiga respiró profundamente, extrajo todo el dolor enquistado en su corazón desde hacía meses, años, décadas, para responderle con una sonrisa satisfecha y pletórica de orgullo: “Divorciada”.

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