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Con fragancia de gardenias

 

“Nomás viene de oquis, a alborotar la gallera”. La chamaca chaparrita y morena como frijolito bayo rezonga y sigue lavando fruta. Ni bosteza porque está bien acostumbrada: cinco de la mañana, a treparse con su tía en el camión de redilas y viajar de Zapopan hasta el Mercado de Abastos. “… a alborotar la gallera”, protesta susurrante desde su lavabo de lámina y las marchantas la escuchan pero se hacen las desentendidas.

Domingo por la mañana y parece media semana laboral: puestos como hormiguero de comerciantes jaladores, carniceros con el mandil manchado de sangre, ristra de animales destazados, señoras cociendo en cacerolas viejas; prendiendo los anafes, levantando alteros de tortillas y tostadas aceitosas, limpiando las tripas y los dentros de las reses, viejas albureando y soltando peladeces. “Nomás viene de oquis” repite la chamaca su letanía, mientras lava sin descanso cocos, pitahayas y coyules. Su tía la regaña, tronándole los dedos. Y a escondidas la chamaca le hace caras al bigotón, canoso y renegrido del puesto de pescado: qué empalagosos los boleros que berrea: se cree cantante, el viejo sonso.

El primero que le cuenta las novedades es su noviecito matancero. Madrugó para formarse en el montón de cargabultos, pero se quedó con el diablito vacío; otros chamacos le ganaron el lugar y la propina de los camioneros. Eso le valió quedarse afuera del mercado, con la cara descompuesta de disgusto, justo en la calle Chicalote donde ve la bola de personas que rodeaban a la artista. Corre al puesto de menudo de la tía de su noviecita. La agita de la cintura como frijolito para avisarle que viene la artista. Y ella: “¿A mí qué me dices, si nomás viene de oquis, a alborotar la gallera?”.

La tía se acicala como puede, se seca las manos con el mandil de manta pringosa, deja el cesto de plástico con la panza de res que cortó en cuadritos, las manitas de ternera recién lavada, la tabla de madera cruda con las ramitas olorosas de orégano. La chamaca desprecia las ceremonias nerviosas de su tía, las atenciones excesivas, el “Dios la bendiga” y el “¡esta es su casa, Carmelita!”. Por eso no ayuda a reordenar las mesas, ni a acomodar a los acompañantes de doña Carmen Salinas, primera actriz del cine mexicano y las telenovelas de Televisa, posando para las fotos de los admiradores, pidiendo su “menudo, por favorcito” y su agüita de horchata. La chamaca sigue lavando frutas, como si nada. Su novio matancero la mira sin entender y mejor se va despechadito.

A Carmen Salinas la apapachan con calabaza en miel, menudo de pata, enfrijoladas de carne con crema, barbacoa, chile en salsa, tacos rojos y dorados que le regalan del puesto contiguo, y parece no advertir el jolgorio que levanta a su paso, como una estela perfumada de gardenias en el entorno de olores grasosos. Tres acompañantes de ella se sientan apretados en la barra. El último (playera de rayas y lentes de aumento), casi roza el lavabo de la chamaca atufada. Ella susurra de nuevo su reproche: “Nomás viene de oquis, a alborotar la gallera”. El hombre de los lentes le extiende la mano, saludándola y ella no se la agarra, como diciéndole: “¿Pos no ve que estoy lavando fruta?”

Entonces ocurre el milagro, la verdadera razón de existir de los ídolos populares. “Es mi novio” aclara doña Carmen cuando el viejo bigotón, canoso y renegrido del puesto de pescado le entona completa una canción desafinada de amor, con una rosa roja sostenida entre sus manos. Luego le besa la mejilla a la actriz terminando su interpretación con una reverencia de caballero de otros tiempos. Ella sonríe agradecida en medio de los aplausos. Y llega una constelación de ramos de rosas, claveles y gardenias a su mesa. La tía de la chamaca se siente extasiada: es testigo del imán que es Carmelita para su negocio. Le agradece tanto favor inmerecido a San Judas Tadeo, su santito, Apóstol de Cristo y Mártir glorioso. Libera sus gestos de toda severidad y distiende su vocecita dura. Dios ha sido bondadoso con ella y por eso llora.

Desde el lavabo, la chamaca está con la boca abierta: parte doña Carmen Salinas por los pasillos del mercado, circundada por admiradores, como en racimo de fans; un enjambre emocionado de seguidores. “¿Usted viene con la señora? Hágame un favor” le ruega apurada la chamaca al señor de la playera de rayas y los lentes de aumento. “Me llamo Consuelo; tómeme con mi celular una foto con ella”. El hombre no le echa en cara a la chamaca eso de que la artista “venía de oquis, sólo a alborotar la gallera”. Sencillamente se presenta: “Me llamo Eloy Garza y quiero decirte que para eso inventamos a los ídolos: para alimentar la alegría de la que a ratos gozamos en nuestras breves vidas”.

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