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Robinson Crusoe con sombrero de charro

 

Había una vez un escritor utopista de nombre Leonardo Da Jandra que por muchos años se fue a vivir con su mujer Agar García a una playa virgen de Cacaluta, en Oaxaca. Por más de un lustro la curiosa pareja de ermitaños nos invitó cada año a comer, dormir y refocilar a un grupo de escritores, literatos y Tartufos en su apartada choza del pacífico – no había energía eléctrica, ni agua entubada, ni comida que no fuera la que pescáramos en el mar, o desprendiéramos de los árboles (por eso esa semana padecí hambre y nostalgia de Starbucks).

La única condición para ser invitado a ese paraíso terrenal consistía en llegar a nado, y por consiguiente los invitados no podíamos llevar maletas, cargar ninguna muda de ropa, ni siquiera repelente contra zancudos. Por ende comprenderá el lector que me prometí feliz a mi mismo y a mi anfitrión volver año con año al jardín de las delicias naturales y nunca cumplí mi juramento. Que me perdone mi amigo Leonardo pero uno es del redil de los esclavos del confort. De cualquier forma le hice una entrevista – para no dejar – que reproduje a lápiz primero allá, y luego en mi Mac, ya de regreso acá, a la tan criticada pero acogedora civilización occidental.

Tu novela Entrecruzamientos es un duelo constante, un litigio entre la racionalidad mal decantada versus la irracionalidad más descarada. Pero ahí se registra otra vena tuya que es la política: ¿fue ella la que te hizo retirarte del gran escenario del mundo para refugiarte en Oaxaca?

Mi generación anhelaba salir de la asfixiante protección paterna y ahora parece que se apuesta a todo lo contrario. Lo que le pasa a la generación intermedia es que, según ellos, ya está escrito todo en Hispanoamérica, así que tienen que buscar en otras latitudes otros guiones que abrir.

Hay algo que tú practicas a diferencia de esos escritores hoy en boga y es la plasticidad de la lengua. Juegas mucho con las palabras, te diviertes inventando vocablos.

Ningún miembro de la generación mexicana del Crack: Padilla, Volpi, Urroz, y menos David Toscana y Eduardo Parra son experimentalistas. Después de los años sesenta vino el empuje de jugar con el lenguaje, pero toda acción genera una reacción. Y el experimentalismo construyó una lápida.

¿Por qué te apartaste del mundo y construiste tu propia choza a la orilla de la playa? ¿Es una apología a la vida salvaje?

Tras vivir mi etapa universitaria en Santiago de Compostela, donde experimenté el amor grupal, viví luego en México esa inteligencia malsana que de manera brusca podría sintetizar así: «que se jodan los demás, si yo estoy bien». Tarde me di cuenta de que esa soberbia es suicida, aparte de estúpida. Ahora estoy convencido de que, o se salva la totalidad o se condenan todas las partes y yo soy parte de la totalidad social.

O sea que te volviste sartreano…

Había un libro de Sartre que es el segundo volumen de su Crítica de la Razón Dialéctica que tiene que ver con las experiencias grupales: él quiso vivir la experiencia grupal con Simone de Beauvoir, el Castor, su compañera. Nada más que no pudieron llegar a compartir su sexualidad; ellos formaban parte de una generación igual que la mía que no estaba educada para compartir lo sexual. Mi experiencia grupal, que duro cinco años, fracaso porque las mujeres comenzaron a pelearse para compartir a los hombres: “a ver, ¡tiempo!, tu ya dormiste ayer con este güey, ahora me toca a mí. Una proyección de la educación de origen hispano.

¿La corrupción espiritual del capitalismo contaminando las sábanas, asaltando las camas y profanando el sano ejercicio de la copulación?

Más que capitalismo era la degeneración del socialismo militante. Y es que, carajo, los hombres más machos y más celosos y las mujeres más posesivas que he conocido han sido militantes de izquierda.

¡Danos nombres!

Me los reservo.

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