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Luna

Es de madrugada en el rancho, un viento helado inquieta al ganado en los corrales.

Recostado en el catre de jarcia de ixtle contemplo fascinado una enorme luna brillante, blanca como la nieve del Ártico, esa a la que Agustín Lara cantaba en sus coplas para deleite de los enamorados.

Era una hermosa luna llena, redonda como hostia de eucaristía. Parecía trazada por las manos de Dios con un compás geométrico, de otra forma no se explicaría su perfecta redondez. Luna traviesa que se enredaba entre las ramas del viejo mezquite.

Imaginé entonces que si trepaba hasta la cresta de aquel árbol milenario, tan solo con alzar mis manos podría acariciar esa perla gigante, incluso, sentarme a leer bajo su luz resplandeciente mis cuentos infantiles.

Tal vez hechizados por el astro, el aullido de los coyotes y la monótona sinfonía del búho, ave nocturna que encierra todos los misterios del universo rompían el silencio mágico del monte. En la cúpula celeste, las estrellas semejaban pequeñas luciérnagas.

A ese rancho, perdido en la serranía del Valle del Yaqui solía ir de niño con mi familia a respirar la vida silvestre, recuerdo que al pie de la fogata mi madre y su inseparable hermana, la entrañable Tía Yaya, revivían viejas leyendas de fantasmas y duendes.

Nos relataban la presencia en aquellas inmensas lejanías del nahual, una bestia mitad hombre, mitad perro que buscaba los lechos de los recién nacidos para devorarlos, hablaban de los fantasmas que deambulaban en la montaña y de los espíritus chocarreros.

Después nos íbamos a dormir temblando de miedo, para despertarnos en la mañana con el canto del cenzontle y el olor a tortillas de harina sobaqueras que las doñas extendían en un enorme comal. En el fogón el café de talega borboteaba como lava del popocatepetl.

El desayuno: huevos de gallo-gallina mezclados con el chorizo de puerco del Tío Toño, frijoles de la olla, queso fresco de cabra preparado por las manos portentosas del primo Oscar y salsa molcajeteada con chiltepín. Un manjar que envidiaría el mismo Papa.

Luego de desayunar, se nos permitía salir a jugar un rato al campo abierto, a sentirnos un poquito Indiana Jones. Así, mis primos y yo nos envolvíamos en una encantadora aventura en donde las cachoras eran cocodrilos, las palomas águilas y las culebras monstruos ancestrales.

Al concluir la expedición sumergíamos nuestros pies descalzos y cansados en las aguas cristalinas del riachuelo que fluía risueño por las venas de la montaña mientras saboreábamos unas suculentas pitayas rojas y dulces como labios de doncella.

Más tarde al esconderse el sol sobre el oeste, la tristeza se apoderaba de nosotros pues habría que emprender ya de noche, “para que nos agarre el fresco” decían los viejos, el retorno a Cajeme mi ciudad.

Y otra vez esa luna seductora se aparecía en el cenit y nos perseguía a lo largo del camino como perrita faldera, tratando de decirnos con su luz esplendorosa “los espero de regreso”.

¡Ah!, si pudiera regresar el tiempo.

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