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¡Ay qué tiempos aquellos, señor Don Raúl!

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Por: Eloy Garza
La Universidad Autónoma de Nuevo León cumple 80 años y lo celebrará honrando además la memoria del doctor José Eleuterio González, “Gonzalitos”, y de don Raúl Rangel Frías, ex rector que cumpliría el siglo. En algún artículo lejano testimoniaba que Rangel es la leyenda doméstica de las letras regiomontanas, desde que dejó el cargo de gobernador y no volvió a incursionar en política.

Los hombros de Rangel eran estrechos, y con la edad se le enjutaron más; ojos chispeantes, cabello engominado y estirado a la nuca, los gestos antes aristocráticos que burgueses –aunque su ascenso al gobierno del estado se debió a la clase empresarial.

Vivía en presentaciones de libros y en los pódiums de sus homenajes, muy señor de su fama y de sus obras que le prodigaron una celebridad bien curtida y mejor cuidada. Los archiveros de la biblioteca alfonsina rebosan de títulos suyos. Una vez le dije:

–Usted escribe como habla, y escribe como de otra época.

–Es que yo soy muy siglo XIX.

Catalogado como orador del siglo XIX lucía su estudiado decadentismo. Su postura y voz sonaba más a aristócrata que a burgués ilustrado. Noble castellano perdido en los entretelones del régimen revolucionario, marqués de universidad pública y duque del texto gratuito. En San Ildefonso, confesó a Octavio Paz su vocación literaria, trufada de política. Pero le ganó esta última. Como hombre público no lo hizo mal. Contaba que en la preparatoria de México fue feliz.

De tales resabios poéticos, que luego dejó en segundo plano, le quedó un remordimiento inconfeso. Se sabía escritor dominical, de días de guardar, pero depuró su estilo, a veces lo subía con inflación de palabras y escribía frases largas que terminaban en cola de pescado, como decía Joseph Pla.

Cuando don Raúl presentó en Monterrey a Adolfo Bioy Casares, el amigo de Borges, el verbo florido del ex rector se combinó con la sencillez del argentino, hablando como compadrito y recitando, para placer de oídos patrioteros un fragmento de la “Suave Patria” de Ramón López Velarde (“Yo que sólo canté de la exquisita partitura…”). Rangel miraba al cielo raso y se abstraía del público y de los tiempos llanos que corrían. Sabía elevar a dimensión del arte las versiones estenográficas de sus entrevistas, las entradas y remates de sus Informes de Gobierno y cuando autobiografiaba.

Invitó a su amigo José Alvarado para que regresara a Monterrey y lo protegió de los infundios de “El Norte”, sabiendo que los dos eran opuestos. Los unía la altivez como aristócratas suburbiales, apasionados como hermanos sin padre, el uno gobernador y el otro rector rejego. Luego se confabularon los ricos de bien y castigaron a ambos: a uno lo exilió al Distrito Federal, sometido a ganarse la vida como periodista de Siempre!, la revista del inolvidable José Pagés Llergo. Al otro le dio oro, incienso y mirra en forma de cargos públicos.

Su mejor amigo fue Alfonso Reyes, el hermano que quiso tener y en quien proyectaba el alter ego de su carrera literaria medio cancelada a destiempo. Los dos paisanos se entendieron bien. Don Raúl fue el mayor promotor de su amigo/hermano y llenaba de acarreados sus conferencias helénicas del auditorio ferrocarrilero.

El único líder obrero que lo escuchaba atento, fue el padre de Jorge Villegas, sindicalista auténtico (no como los de ahora). Sin los obreros que iban a la voz de Reyes como quien marcha a un mitin, las tertulias hubiesen acabado en monólogo solitario. Reyes fue gran charlista. Igual que Rangel.

Don Raúl fue una celebridad local y un orador. No se merecía que su Universidad o un inculto rector le hiciera dar vueltas a una ventanilla de rectoría por su pensión de maestro. Iba con un bastón, en medio del campus dominado por la cultura de la incultura y la trivialización de todas las cosas. Resbalaba en las escalinatas y tropezaba con su sombra en los pasillos. Lo saludaba uno con reverencia y luego murió. Se le sigue recordando con afecto.

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