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Cuando el Pino tuvo luz

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Carlos Ravelo Galindo, afirma:

No podemos olvidar el cuento que le atribuimos, hace muchos, pero muchos años, a mi madre María Teresa, con motivo de la Natividad del Señor. Hoy es día propicio para repetirlo. Integro:

“María Teresa, venerable mujer octogenaria, rodeada de numerosos nietos y acompañada de Guillermo, su fiel compañero de toda la vida, refunfuñón, pero afable, hablaba sobre los Reyes Magos, aquellos que adoraron al Niño Dios en su pesebre y lo colmaron de regalos. “Oye, abuelita, alcanzó a decir Marinita: ¿por eso es que se ponen los nacimientos cada año?” Claro, por eso; como símbolo de la natalidad del Hijo de Dios. Recorrió de nueva cuenta la historia que año con año, primero con sus numerosos vástagos y ahora con sus nietos y bisnietos repetía, con pequeñas modificaciones para hacerla más espectacular. Soslayaba intencionalmente al árbol de navidad, el pino común y corriente por que, decía entonces, era ajeno a nuestra idiosincrasia.

Ese día, frente a la chimenea, a las 24 horas del 24 de diciembre, luego de haber arrullado al Niño Dios y acostarlo, dormido, en el pesebre de aquel nacimiento conformado por figuras de barro, con el lago artificial y los patos sobre él, María Teresa escuchó fuera de la costumbre, una pregunta más. Ahora hablaba con tranquilidad la más chiquitina del grupo, Mercedes, yucatequita hermosa de ojos azules y rubia cabellera. “Y por qué no nos platicas del árbol de navidad? Míralo, está más bonito que el nacimiento”. Con ojos de fuego, ese fuego que emana de los niños sanos, pero ofendidos, Nachito se adelanto a la abuela: eso no se pregunta, Mercy. Y menos aquí…

Guillermo, con sus antiparras a media nariz, volvió el rostro para ver a su compañera. Tenía curiosidad de conocer la respuesta. Una respuesta jamás oída. Pasó su mano por la gran calva y sonrió maliciosamente a su muer, quien ágil se percató de la intención de su marido. Y la obligación de responder.

Los nietos y bisnietos, veinte, treinta, miraron a la abuela, atracción principal esa noche. La única en el año en donde ella se imponía a sus hijos para que los niños aguardaran a la madrugada. Tranquila para calmar la algarabía de los chiquillos, movió sus manos, acomodó su ´peineta en el albo cabello y, por fin, se decidió a hablar del Pino de Navidad.

Los mismos hijos, que otrora con sus cuentos no prestaban atención, ahora lo hicieron interesados: María Teresa iba a dar una explicación contra todos sus principios. Enmudecieron. Dejaron las copas en la mesa y se acomodaron entre los nietos y bisnietos, algunos de éstos casi dormidos. “Miren ustedes, les dijo la abuela, es cierto. Y su historia es verdaderamente interesante. Nadie hasta ahora la ha conocido, pero yo, para ustedes, que se han portado bien, ¿verdad Teresita?, se las voy a referir. Es tiempo ya de que se sepa.

En efecto, hace muchos, muchos años, cuando María la Virgen trajo al mundo al Niño Dios, en un humilde pesebre porque nadie quiso darle posada, y solo algunos animales se compadecieron de ella, afuera, en donde quedó atado el burro, el pino estaba pendiente de todo, sin abrir la boca.. Nació el hijo de Dios y comenzó la virgen a recibir parabienes. Primero la vaca, luego el buey, más tarde el burro y posteriormente los campesinos. El pino, en tanto, seguía expectante. No había regalos. Solo buenas intenciones. De vez en vez la fronda hacía reverencias que pasaban inadvertidas. Por más que el pino querría significarse, nada podía hacer. No podía llamar la atención de manera alguna y comenzó a llorar resina.

A lo lejos se perfilaron las figuras de un camello, un caballo y un elefante. Sobre ellos tres personajes. Uno de ellos, Baltasar, de brillante tez obscura, como la obsidiana. Otro, Gaspar, de blonda barba rubia. Y el último, Melchor, con el cabello hirsuto y negro como el azabache. Los tres guiados por la luz de una gran estrella, llevaban regalos: mirra, aceite y oro. Y así ante la impotencia del pino que seguía derramando lágrimas de resina, porque salvo su sombra, nada mas podía dar al niño Jesús, los tres reyes magos rindieron pleitesía a la hermosa criatura de María la Virgen.

Los nietos y bisnieto abrazados por sus padre, expectantes, urgían a la abuela María Teresa a seguir con su narrativa. Ella no los ignoraba. Y siguió.

El pino que ya para entonces había limpiado su follaje con una fina lluvia, alzó su rostro al cielo e imploró en silencio al Señor un medio para hacer presente su felicitación al recién nacido: “Recuerda, le dijo a El, que todos entregan regalos, pobres o ricos, pero regalos al fin. ¡Yo he sido testigo del parto, le he dado sombra. De mi resina hicieron fuero para calentarlo, pero soy tan pequeño no obstante mi tamaño, que paso desapercibido! Ayúdame Señor. Tú me diste la vida, y quiero corresponder con tu hijo. No se cómo. Pero ayúdame. Y nuevamente el pino, aquel frondoso verde inmaculado, volvió a llorar resina”.

Sólo el pino lo escuchó cuando el Señor le habló con voz melodiosa y tierna, para decirle: “conozco lo que has hecho. Eres noble, porque inclusive poca agua necesitas para vivir. Tu fronda aromatiza la cuna de mi hijo y le da sombra en el día. Quiero premiarte:

“Mira el firmamento y notarás miles de estrellas. En adelante en esta época de todos los años, como hoy lo hacen, esos luceros se posarán en tu follaje, para que con su luz multicolor y apoyadas en ti alumbren el pesebre en donde ha nacido mi Hijo. Y hasta arriba de ti, la estrella maestra que guío a Reyes y peregrinos para que adoraran al Niño Dios, se posará delicadamente como toque mágico y final….”

Así ocurre desde siempre les dijo a su embelesada familia la abuelita Tere: Como complemento al Nacimiento que siempre habrá en ésta casa.

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