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Ella se llamaba Rosa

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Carlos Ravelo Galindo, afirma:

Cuando doña Edith Yáñez me narró esta anécdota, ajena totalmente a la rancia actualidad, consideré prudente no hacer un comentario al respecto, sino transmitirla con el mismo entusiasmo como la escuché y en homenaje a jóvenes y menos jóvenes. Darles  a conocer algo humano, sensible, pero de una gran profundidad y sobre todo porque fue verídico. Claro, respondería a todos que envejecer es obligatorio, pero crecer es opcional.

En el primer día de clases en la Universidad nuestro profesor se presentó a sus alumnos, y nos desafió a que a la vez lo hiciéramos con alguien que no conocíamos aún. Permanecía  de pie cuando una mano suave tocó nuestro hombro. Miré para atrás y vi una pequeña señora, viejita y arrugada, con una sonrisa que iluminaba todo su ser. Ella dijo: Hola buen mozo. Mi nombre es Rosa. Tengo ochenta y siete años de edad. ¿Puedo darte un abrazo? Reí, y respondí entusiasta: Claro que puedes. Ella, entonces, me dio uno muy apretado. Enseguida pregunté el por qué estaba en la facultad a “tan tierna e inocente edad”. Ella respondió  en broma: estoy aquí para encontrar un marido rico, casarme, tener un par de hijos y luego jubilarme y viajar. Ante la curiosidad por saber qué la había motivado a entrar en ese desafío a su edad. Ella dijo: “Siempre soñé con tener estudios universitarios y ahora lo puedo hacer. Después de la clase, Rosa y yo caminamos. Compartimos un ligero refrigerio. Y nos volvimos amigos al instante. Todos los días durante meses estudiamos juntos y hablamos sin parar. Me extasiaba escuchar a esta máquina del tiempo compartir su experiencia y sabiduría. En el transcurso del año, Rosa se volvió una imagen  en el campus universitario, en donde hizo amigos con facilidad. Adoraba vestirse bien y gozaba de la atención que le daban los estudiantes en general. Disfrutaba de la vida universitaria. Al final del último semestre convidamos a Rosa para hablar en nuestro banquete de fin de cursos

Jamás olvidaremos lo que ella nos enseñó desde el podio. Allí cuando comenzó a leer un discurso preparado, dejó caer intencionalmente al piso tres de las cinco hojas. Frustrada y un poco nerviosa tomó el micrófono  y dijo simplemente: discúlpenme, estoy tan nerviosa. Dejé de beber allá por Pascua, y este whisky me está matando; nunca conseguiré colocar mis papeles en orden nuevamente y los hizo a un lado. Entonces, permítanme hablarles sobre aquello que yo se.  Mientras nos reíamos, ella limpió su garganta y comenzó: “Nos dejamos de amar porque envejecemos; envejecemos porque dejamos de amar”.

Prosiguió con algunos secretos para continuar jóvenes, felices y exitosos: Es necesario reír y encontrar el humor cada día. Es menester tener un sueño. Cuando se pierden los sueños, uno se muere. Tantas personas que por allí caminan ya muertas y no se han dado cuenta. Hay una enorme diferencia entre envejecer y crecer. Si tienes diecinueve años y te quedas acostado en la cama por un año entero, sin hacer nada productivo, llegarás a los 20. Si yo tengo 87  y me quedo en la cama por un año sin hacer cosa alguna, llegaré a los 88. Cualquier persona consigue envejecer. Eso no exige talento ni habilidad. La idea es crecer siempre, encontrar oportunidad de cambiar. Los viejos generalmente no se arrepienten de aquello que hicieron, sino de aquellas cosas que dejaron de hacer. Las únicas personas que tienen miedo a la muerte son aquellos que tienen remordimientos. Ella concluyó su discurso al cantar con alegría  “Ella se llamaba Rosa”.

Una semana después de su graduación, Rosa murió tranquilamente durante su sueño. Más de dos mil alumnos de la Facultad  fuimos a su funeral  en honor a la maravillosa mujer que enseñó, a través del ejemplo, que nunca es demasiado tarde para ser todo aquello que podemos probablemente ser.

Esta historia, cierta, podría servir de ejemplo a los jóvenes que hoy despiertan a una nueva etapa de su vida: servir a México.

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