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Sangre nueva y sangre vieja

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Por José Francisco Villarreal: 

Bien dicen que los tiempos cambian… ¡Ojo! El tiempo no es el que cambia, solo transcurre; lo que cambia es todo lo demás. Así que desde el desván de la historia, hasta este pretencioso presente que vivimos, los viejos han (hemos) tenido altibajos en el reconocimiento social. Los aztecas, por ejemplo, casi veneraban a sus ancianos. Eran los únicos que tenían permitido emborracharse a gusto; los demás se atenían a que les curaran la cruda a punta de pedradas.

En otras culturas, los viejos se agrupaban como memoria de su comunidad y como contrapeso de quienes detentaban el poder. Los griegos bosquejaron esta agrupación natural y los romanos la perfeccionaron en la institución del Senado. Si vemos esas películas épicas donde marcha la legión romana, en alguna parte veremos las enigmáticas siglas SPQR. No hay que equivocarse, no son números romanos, ni es un proto PRI o PAN o PRD clásicos. Significan, desde el buen latín: “El Senado y el Pueblo de Roma”.

Así es que, además de dedicarse alegremente a someter a cuanto pueblo no hablara su idioma, o a encandilar leones y gladiadores, todos contra todos, para solaz y esparcimiento de la raza, que entonces era nomás “plebe”, los romanos sostenían su gobierno en el Senado y el Pueblo. Y cuando a los senadores se les subió a la canosa cabeza el cargo, el propio pueblo les endilgó un representante en la figura del Tribuno. Así que aunque los viejitos del senado se pusieran de acuerdo en algo, bastaba el Tribuno para sacudirles la polilla si las decisiones no beneficiaban al pueblo.

Pero como todo cambia través del tiempo, salvo el tiempo, el Senado romano acabó momificado. Su resurrección en las democracias modernas no resultó ni siquiera clon malhecho de la idea original de aprovechar la experiencia de los viejos. Más peor: hoy en México ya no existen los viejos, ni los ancianos. Ahora son “adultos mayores”, o “personas de la tercera edad”, o personas “con juventud acumulada”. Y aunque estos parafraseos se oyen bonitos y respetables, la realidad es que los viejos en México, con toda y su experiencia y sus años de productividad, están completamente fuera de la toma de las decisiones importantes para la sociedad. Peor aún, viven casi de la caridad de sus familias, con poca o nula seguridad social, con pensiones miserables, y expuestos a cualquier abuso, porque aunque existan leyes que les protejan, las leyes en México nunca han funcionado bien para lo que fueron creadas.

Excluidos así de la vida pública, los viejos mexicanos no tienen mucho más qué hacer que consentir a los nietos, quejarse de sus achaques y sentarse a la sombra para ver cómo pasa el tiempo.

El Senado de la República, cuyo origen es justamente ese consejo de ancianos que debe equilibrar el poder, no está integrado necesariamente por ancianos. Por lo menos no los ancianos con más experiencia. En nuestro Senado hay de todo, jóvenes y viejos, hombres y mujeres. El único factor común no es la experiencia sino la astucia para colarse en candidaturas, y como dirían en mi rancho, unas corvas muy flexibles para hacer genuflexiones ante quien detente el poder. Eso sí, todos con sueldos bastante más que jugosos; tanto así que con lo que un senador gana en menos de un año, muchos ancianos vivirían tranquilamente lo que les quede de vida.

Ahora, con la inminente entronización de un hombre aparentemente joven en la presidencia de México, es posible que se redefinan los criterios a la hora de elegir candidatos. Es posible que se busquen rostros, si no frescos por lo menos jóvenes. Algo así como la estrategia del Partido Verde: gente joven con viejas mañas. Pero de ninguna manera significaría inyectar sangre nueva a la nación.

La sangre nueva en realidad circula en las calles, no en los cotos del poder. Y circula ante la mirada horrorizada de los viejos que desde su exilio social, ven cómo se derrama cotidianamente.

Y sí transcurre el tiempo, y todo cambia… pero habría que corregir: hay cosas que no cambian, para desgracia de nuestra democracia.

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