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Un llamado a la tolerancia en el siglo de la libertad

En un mundo marcado por el fundamentalismo y los conflictos, la imposición de una fe sobre otras es una de las principales amenazas a la paz. Tanto el cristianismo como el islam, las dos religiones más grandes del mundo, han sido utilizados históricamente como bandera para justificar guerras, persecuciones y la negación de derechos básicos.

Sin embargo, en el siglo XXI, es imperativo que los creyentes dejen de lado el proselitismo agresivo y abracen la libertad de expresión y de culto como valores inherentes a la dignidad humana.

Las motivaciones para la imposición religiosa a menudo no son puramente teológicas. A lo largo de la historia, la fe ha sido el pretexto perfecto para obtener poder político y control territorial. Las Cruzadas, por ejemplo, si bien se libraron en nombre de dios, también buscaban asegurar rutas comerciales y expandir el poder de los imperios europeos.

Del mismo modo, la Inquisición persiguió a judíos, musulmanes y demás “herejes” no solo por motivos de «pureza de fe», sino para consolidar la monarquía y el control social.

En la actualidad, movimientos como el Estado Islámico o los talibanes en Afganistán, imponen una versión muy estricta (ilógica e irracional) de la Sharia para subyugar a la población y a las minorías religiosas, negándoles sus derechos más básicos, demostrando que la fe radical, sin el contrapeso de la razón, puede convertirse en una herramienta de tiranía.

En otros lados, grupos de traficantes de odio como Núcleo Nacional o Noviembre Nacional, en España, quieren imponer a la fuerza su ideología conservadora oscurantista por encima de los derechos y libertades de los demás.

La libertad de conciencia y de culto no es una concesión, sino un derecho humano inalienable garantizado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Este principio de laicismo y separación entre Estado y religión es la base para una sociedad pluralista y democrática. Cuando grupos religiosos buscan influir en la legislación, su ideología choca con los derechos de los ciudadanos.

Hoy en día, vemos esto en los debates sobre los derechos reproductivos y los derechos de la comunidad LGBTQI, donde dogmas religiosos intentan dictar las leyes civiles de países enteros, negando la autonomía y la libertad de sus ciudadanos. En el cristianismo, por ejemplo, la influencia de la Iglesia en las leyes sobre el aborto ha mantenido una prohibición casi total en muchos países de América Latina, incluso cuando la mayoría de la población esta a favor de ésta libertad. Del mismo modo, en muchos países de mayoría musulmana, las interpretaciones más estrictas de la fe han llevado a la criminalización de la homosexualidad, una clara violación de los derechos humanos.

Afortunadamente, no todas las corrientes religiosas defienden la imposición. Dentro del islam, pensadores como Said Nursi y Fethullah Gülen abogaron por un islam tolerante que promueve el diálogo interreligioso y la educación como medios para combatir el radicalismo.

En el cristianismo, la Teología de la Liberación, con figuras como Gustavo Gutiérrez y Leonardo Boff, ha reorientado el mensaje cristiano hacia la justicia social y el respeto a la diversidad, reconociendo que la verdadera fe se manifiesta en la ayuda al prójimo, no en la conversión forzada.

La libertad de expresión y de culto permite que cada persona, sea cristiana, musulmana, judía, atea o agnóstica, pueda vivir su vida de acuerdo a sus convicciones. Esto incluye la libertad de cuestionar, de creer y, por supuesto, de no creer. Aquellos que ven sus deidades como seres de bondad, amor y misericordia no deberían sentir la necesidad de forzar su fe sobre otros. La fe, en su esencia más pura, es un camino personal hacia la trascendencia, no una herramienta de hostigamiento y opresión.

La verdadera fortaleza de una religión no se mide por el número de fieles que ha conseguido, sino por la capacidad de sus seguidores de vivir en paz y armonía con quienes piensan y creen diferente.

En el siglo de la libertad, la fe debe ser un puente, no un muro. La verdadera fe radica en la coexistencia, no en la imposición.

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