Por Manuel Rivera
“Y ahora, damos paso a su sección favorita… ¡Confesiones jamás pedidas!”.
Así introduciría este desorden de letras un locutor del viejo cuño, por supuesto después del momento de las complacencias, ejercicio aún vigente en algunas estaciones de radio que bien diría algún gobernante actual, seguramente sin afán acomodaticio, “muestran que la vocación del pueblo mexicano es hoy correspondida”.
Empiezo recordando las ocasiones en las que ya como adulto saturado de dudas y con escasas convicciones iba a misa con mi mamá, momento en el que, congruente con mi ausencia de fe, me creía obligado a manifestar en el templo aún más respeto que el mostrado por los feligreses habituales.
Aunque esa rigurosa obediencia a las normas del lugar era resultado del esfuerzo consciente que hacía por temor a evidenciar mi ateísmo en un sitio inadecuado para ello, escuchaba con atención la lectura del evangelio y la prédica del sacerdote, esforzándome por llevar sus reflexiones a la luz de la razón y de los valores que creía universales.
Nunca sufrí quemaduras cuando fui rociado con agua bendita ni rompí la relación con mi madre por acompañarla a la iglesia. Esas incursiones me ayudaron a comprender que el valor de las ideas está en su capacidad de estrujar la mente, no en su emisor, y que el poder de la religión puede transformar las vidas de muchas personas, pero jamás la esencia de los seres humanos que a todos hace iguales.
Esa evocación me traslada a otra, ahora en el Caribe, paraíso en el que conversaba con un próspero empresario de la región, quien ingresó también al terreno de las confesiones no solicitadas.
“Mira, Manue (así me decía), sé bien que el ministro (me daba nombre completo, sitio de residencia y jerarquía, datos que por decisión propia omito) está rodeado de muchachitas, y que este otro (igualmente sintetizaba su hoja de vida) de muchachitos, pero ¿sabes por qué los apoyo?… Porque el pueblo necesita en quién creer”. Nunca dudé de su relato y, mucho menos, de su convicción acerca de la necesidad planteada.
Si bien como niño católico a ultranza deseé convertirme en santo, aspiración y fe borradas por el mayor enemigo de la felicidad, es decir, por el hábito de cuestionar hasta aquello que nunca emitirá una respuesta, intento ahora, de acuerdo con las evidentes limitaciones de mi naturaleza, entender más de seres humanos que de dioses.
¡Altoooooo! Esta no es una columna ni anti ni pro-religión. ¿Entonces qué trata? Simplemente, intenta distinguir entre la fe, decisión y derecho irrestricto del individuo, y el creer o confiar en alguien, condición para seguir la ruta trazada por quien pretende el liderazgo terreno.
Profesar cualquier fe, considero, obedece a una decisión libre e íntima, independiente de la razón o el método para llegar a ella; en cambio, creer en una causa, por ejemplo, en la del sacrificio y austeridad para arribar a un estadio superior de justicia social, implicaría el convencimiento soportado por la percepción de evidencias.
Claro, esto es opinión humana, ni por asomo verdad divina.