Morena afianza su posición de partido dominante mientras el PAN y el PRI siguen extraviados y en barrena; las demás fuerzas actúan en los márgenes y no hay opciones nuevas ni liderazgos creíbles a la vista. Es en la fortaleza del movimiento gobernante donde, paradójicamente, radican sus puntos débiles. Morena no es el nuevo PRI, como se ha dicho, pues no emanó del poder ni de las élites políticas. Su raíz es popular, y el caldo de cultivo: el agotamiento de los partidos tradicionales, la corrupción institucionalizada y el rechazo al modelo económico contrario a las mayorías. Las oposiciones se alinearon al Gobierno y la ciudadanía les volvió la espalda.
El final de la «dictadura perfecta» lo marcaron la candidatura de Carlos Salinas de Gortari, de la cual se arrepentiría el expresidente Miguel de la Madrid, y la elección fraudulenta de 1988. El Frente Democrático Nacional (FDN), agrupado en torno de Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Rosario Ibarra y Heberto Castillo, unificó a las izquierdas y a la postre se convertiría en la tercera fuerza política bajo las siglas del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Así empezó el camino hacia el cambio pacífico del poder. El PRI quedó a partir de entonces en manos de la tecnocracia. La brecha con la sociedad se ensanchó y los puentes con la clase política tradicional fueron cada vez más estrechos. El partido de la «justicia social» mudó de aliados; ya eran los campesinos, los obreros y las clases populares, sino los empresarios, los banqueros y las iglesias, principales beneficiarios de las reformas salinistas.
Tras las elecciones de 1988, la cúpula del PAN, encabezada por Diego Fernández de Cevallos, optó por el oportunismo: abandonó a su candidato Manuel J. Clouthier y se rindió ante Salinas. Lo hizo con Enrique Peña Nieto, 30 años más tarde, también para legitimarlo. El negocio resultó bueno al principio, pero después vino la ruina. Las presidencias de Vicente Fox y Felipe Calderón fueron de continuidad priista más que de alternancia. Fernández de Cevallos se postuló en 1994, pero la memoria inclinó la balanza por el priista Ernesto Zedillo, quien sustituyó a Luis Donaldo Colosio, asesinado en Tijuana cuando recién había iniciado su campaña.
Cárdenas volvió a ser postulado para la presidencia en 1994 y 2000, pero su candidatura no creció debido a varios factores: su severidad y falta de carisma y arrojo en momentos críticos. «En 1988 debió estirar más la liga», caviló Muñoz Ledo en una charla con el exgobernador Eliseo Mendoza Berrueto. De haber aprovechado el hartazgo social y el impulso democratizador por el fraude, el país podría haber tomado un rumbo distinto. Las votaciones de Zedillo y Fox fueron superiores a las de Cárdenas, quien ganó la aureola de líder moral de la izquierda.
El entreguismo del PAN y el fracaso de sus Gobiernos, por un lado; y la sistemática guerra sucia del sistema y de los poderes fácticos contra el PRD, por otro, le permitieron al PRI recomponerse y recuperar la presidencia en 2012. Victoria pírrica, pues seis años después la perdió de nuevo al obtener la votación más baja de su historia. En 2024 la tendencia empeoró. Peña Nieto reinó, pero no gobernó. El poder lo ejercieron un puñado de secretarios de Estado, los gobernadores y, entre bastidores, los grupos de presión. El PRI y el PAN aprobaron las reformas peñistas sin consultar a nadie. Dieron gusto a las élites y a las transnacionales. Las demandas de justicia y bienestar fueron nuevamente postergadas. La corrupción se enseñoreó.