No hace mucho que me di tiempo y paciencia para ver una película completa, “The Return”, con Ralph Fiennes protagonizando al truculento Odiseo, alias Ulises. Creo que el de Fiennes es el único Odiseo que me ha impresionado y en ocasiones conmovido, sobre todo ante la muerte de su perro “argos”. Difícil caracterizar a un personaje inevitable para la cultura occidental. Cuando joven leí necesariamente la Odisea, y como maestro hice que cientos de jóvenes la leyeran. Eso sí, algunas veces, como prefacio, les hice ver la película “Mad Max 2”, una manera práctica de que concibieran la caída de Troya sin la rimbombante retórica clásica: un caballo de Troya que no entra sino sale de la ciudad, un Ulises huraño y su perro. Además, una forma nada sutil de mostrarles que las estructuras literarias sólo son castillos de naipes, insólitamente habitados por miles. El Odiseo de Fiennes respeta la tradición homérica de las monarquías primitivas: príncipes y reyes salvajes. Por fortuna se deslinda del asecho de los dioses griegos que, aquí entre nos, eran un desmadre. Tanto en la obra clásica como en la película, me llamó la atención la elección del nuevo rey de Ítaca. Muy singular aquella monarquía hereditaria donde se excluye al hijo legítimo del rey y se sortea el consorte de la reina presuntamente viuda. La reina es el poder, pero es incapaz de ejercerlo completamente. Tiene que llegar un consorte real para echar a andar la administración efectiva del reino. Lo más que puede hacer la pobre Penélope es tejer y destejer, ganar tiempo contra la obligación de elegir ella sola a un rey consorte que, evidentemente, una vez instalado en el tálamo, la refundirá en la recámara y en la cocina para, ocasionalmente, lucirla como trofeo en alguna ceremonia. Por supuesto que la suerte del príncipe Telémaco sería la muerte o el destierro.Aquel enrevesado proceso electoral en Ítaca tuvo un sangriento desenlace. Ulises no tenía por qué matar a los pretendientes de su mujer. Estaban en su derecho de buscar el trono puesto que el rey estaba presuntamente muerto. Supongo que los mató más bien porque estuvieron años viviendo a costas del erario itaquense. Cualquiera se enfurece si llega prácticamente como autostopista, sin el botín de Troya, sin ejército y vistiendo harapos, y ve el tesoro real desangrado por una pandilla de gorrones. Como sea, creo que exageró, debió incautarles sus bienes y matarlos de hambre. Afortunadamente nuestras elecciones ya no son tan salvajes. Sobreviven pandillas de gorrones inscritos también como candidatos a puestos de elección popular. Si antes ya lo era, hoy es más difícil distinguir entre los serios y los farsantes. No necesitamos tejer y destejer chambritas para seleccionar a alguno, pero sí estamos resignados a la incertidumbre de no saber si elegimos a la persona correcta. ¡Más peor!, porque a estas alturas de la evolución o decadencia de la democracia, tenemos muy pocos medios para cancelar a aquellos funcionarios elegidos que no cumplen con su deber y sus promesas de campaña. En eso sí que hay pocos cambios desde los tiempos del prianato a la fecha.
En estas elecciones para el Poder Judicial yo no estaba muy seguro de ir a votar. No me desanimaban las campañas contra el voto, es decir contra la democracia. Mi salud no ha sido muy buena últimamente, y eso de caminar hasta donde instalaron la casilla pintaba como una odisea peor de incierta que la de Odiseo. Afortunadamente se instalaron en una plaza pública, con muchas bancas y muchos árboles. Además, junto a una tienda de conveniencia donde podría entrar a refrescarme un poco. Al final vi que hubo quienes tuvieron la misma idea. De pronto había más gente dentro de la tienda que en la casilla. Eso sí, todos con su pulgar pintado. No fui a primera hora como acostumbro, y noté que la urna transparente estaba ya casi llena. Como supuse no había multitudes, pero no dejaban de llegar electores. No lo aseguraría, pero supongo que no habrá voto masivo. Un poco por el desconcierto de no saber por quién votar, y otro tanto por la falta de las campañas a las que estamos tan acostumbrados.
En mi caso, sí hice la tarea. Revisé cada lista de cada rubro para decidir. Llegué con mi “acordeón”, pero nadie me lo impuso. Sólo cotejé que los números que había seleccionado previamente correspondieran con los nombres en las boletas. Debo decir que hace poco recibí una llamada invitándome a votar, pero no me indicaron por quiénes, sólo dijeron “Por quienes usted quiera votar”. En contraparte, además de las intensas campañas contra la democracia, supe que los “rosas” marcharon otra vez. Estoy seguro que algunos, si bien llamaban a no votar, sí intentaron organizar contingentes de electores para que sí fueran a votar, pero con “acordeones” prediseñados a favor de personajes de la misma mafia judicial. La verdad, aunque no estuviera muy enterado, los convocantes contra la democracia son tan impresentables como la mafia que todavía está dentro del Poder Judicial. Peor para ellos, porque durante mucho tiempo se expusieron y exhibieron; sus nombres, antes aparentemente “respetables”, ahora sólo despiertan desconfianza y hasta repudio.
Esta elección y la siguiente no eliminarán la corrupción del Poder Judicial. Me parece que se ha malentendido la reforma, ahora ley. La corrupción es un tema personal, íntimo, de conciencia. Permanece latente mientras no pueda ejercerse, y para ejercerse necesita dos cosas: impunidad y complicidad. La maquinaria de la corrupción judicial estuvo perfectamente aceitada durante muchos años. El propósito de estas elecciones, y las que sigan, no es eliminar la corrupción sino desarticularla. Los nuevos ministros, magistrados y jueces no garantizarán la eliminación de la corrupción de un plumazo. Eso será una labor permanente y tardará años. La idea es desmembrar redes, romper los vasos comunicantes de la podre del Poder Judicial. Por una parte, los electores necesitaremos acostumbrarnos a estas elecciones. Por otra, habrá que perfeccionar la ley para que sean comicios más sencillos, y que sepamos más de los candidatos. No bastan los currículos, que exponen habilidades y experiencia pero no garantizan probidad, y al final suenan como autoelogios. Una buena parte de los candidatos judiciales fueron perfectos desconocidos. Yo, que estoy acostumbrado a buscar información, poco o nada hallé de muchos de los candidatos más allá de lo que dicen de sí mismos. Supongo que muchos se fueron con la finta de elegir según el poder postulante, lo que tampoco es garantía. Insisto, no se trata de no votar por corruptos, se trata de desarmar la maquinaria de la corrupción judicial.
Decía papá Antonio que nadie tiene la vida comprada, así que no puedo asegurar si tendré oportunidad de participar en la siguiente elección judicial. Por eso, a duras penas, pero completé mi odisea y llegué a votar. No podía perderme unas elecciones históricas como estas. Me importa el resultado, aunque no espero demasiado. Sé que muchos votaron al azar, otros se dejaron llevar por los nombres más mediáticos, otros más eligieron por poder postulante, y hubo quienes llegaron con un “acordeón” que les propusieron o les impusieron. Da igual cómo, pero el caso es que votaron. Si alguno de los elegidos falla, servirá para que lo pensemos mejor para la próxima: los que votamos, para ser cuidadosos; los que no votaron, para que no se quejen de su cobardía, su ingenuidad rosa, su insolvencia política, o de plano su estupidez social.