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Contra buitres y censores 

Todo desfile exige preparativos, máxime cuando se trata de la desacompasada parada de las letras de hoy.

En este caso, lo primero que debe hacer el conductor de esta procesión de caracteres es cambiar de indumentaria y limpiarse el pico, obligado por el lodo con el que en la semana fue salpicado durante su navegar en redes sociales y algunos otros medios de comunicación.

Esa misma obligación lo lleva también a entender que es preferible enlodarse por las salpicaduras de las palabras, antes que someterse a un juicio único que elija cuáles están limpias o sucias.

Aclarada la postura de este desordenador de letras, inicio colgando el uniforme naval y descolgando el título de capitán de navío, aun así la indumentaria y el nombramiento sean concesiones otorgadas por las redes sociales. Emprendo esos actos para dejar de pontificar sobre el accidente del buque escuela “Cuauhtémoc”, tema en espera ya de su relevo en la moda mediática.

Luego, debo hacer a un lado los restos de las vísceras de un país que cuelgan de mi boca, equivalente al pico de un buitre, levantadas y saboreadas por quienes festinan los recientes asesinatos de funcionarios capitalinos, olvidando que tanto los fallecidos como quienes los suponen distintos forman parte del mismo plato de carroñeros mayores, donde todos caben.

Ambas renuncias, la naviera, que me libera para abordar otros temas, y la del símil de ave rapaz, que me permite afirmar que en mi dieta no figura el platillo de la desgracia, remueven mi memoria y sacan a flote un par de recuerdos, uno estrictamente personal y otro relacionado con mi trayectoria laboral.

Admitiendo que las dos evocaciones carecen de interés para quien aquí pasea sus ojos, las citaré con la única intención de ilustrar el motivo de este desfile de letras incapaces de llevar el paso.

La primera es una confesión no pedida (el resto de la frase usted lo conoce), vinculada con una relación sentimental que en algunos de sus momentos más críticos me llevaba a expresar: “Podré estar equivocado, pero nunca tanto para desear que te vaya mal”.

Tal vez entendía que una cosa eran los desacuerdos, diferencias y hasta enojos, y otra anhelar la desgracia para la persona con la cual chocaba. De llegar a ese último punto, pensaba —¿pensaba?— que mi discusión se tornaría contra mi naturaleza y, por ende, descalificaría mi rol en la relación.

La segunda tuvo lugar en el cuarto de guerra de una campaña política, donde los “guerreros” o “estrategas” analizábamos el entorno y planeábamos cómo enfrentarlo.

En ese sitio imperaba el optimismo debido a que la oposición continuaba debilitada y sin estrategia aparente. Eran los tiempos del anterior partido hegemónico y pretendíamos la conservación del poder en la capital del estado de Zacatecas.

Pero como suele pasar, en ese ambiente festivo apareció una persona que echó a perder el momento:

—Lejos de considerar las limitaciones de los azules como buena noticia o motivo para celebrar, esta situación nos amenaza —dije provocando sorpresa en unos y especulaciones en otros.

—¿Cómo está eso, licenciado? —me preguntó uno de los integrantes del equipo de campaña, conjunto en el que podían existir discordancias, pero no conductas irrespetuosas, ni siquiera cuando surgía lo inusual.

—Carecer de una oposición vigorosa a la larga debilita al poderoso, quien sin ejercitarse para fortalecer sus ideas terminará pareciéndose a sus opositores, cediendo, todos, espacios a nuevas opciones —palabras más, palabras menos, pronuncié.

No sé si alguien, incluyéndome, entendió lo que dije y motivó su espíritu de lucha o si mi expresión fue descartada por la comodidad de enfrentar adversarios inofensivos. No obstante, estaba convencido de que los competidores contribuían al desarrollo del competido, en tanto lo obligaran a superarse.

Hoy las circunstancias de los últimos días en el país amplían esa reflexión relacionada con el pensamiento crítico, pero humano, necesario para influir en los cambios del líder.

Debatir es un derecho de los hombres y una necesidad de sus sociedades, empero, hacerlo con base en la manipulación del universal dolor humano y el gozo por la amenaza del hundimiento del barco en el que todos vamos, descalifica al crítico, pues lo presenta como enemigo de su propia esencia e incongruente con su lucha.

Ni la patria ni la muerte tienen partido.

Hasta el próximo y siempre libre desfile de letras, lector.

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