Muchos sabemos que «Un poco de ciencia te aleja de Dios, pero mucha ciencia lo descarta totalmente», y que el conocimiento de ciencia avanzada elimina por completo la “necesidad” de creer un dios.
Pero a menudo, quienes defienden la supuesta compatibilidad entre ciencia y religión citan que la mayoría de los ganadores de Premios Nobel son creyentes, un argumento que resulta falaz.
La idea de que un conocimiento científico limitado puede generar poco escepticismo hacia Dios, mientras que un estudio profundo lo elimina, parte de una visión materialista, pero realista al final. La teoría de la evolución de Darwin o el modelo del Big Bang de Georges Lemaître ofrecen explicaciones naturales para la vida y el origen del universo, sin requerir intervención divina.
La ciencia opera en el ámbito de lo empírico, estudiando fenómenos dimensionables. La existencia de dios, en cambio, es una cuestión metafísica que “escapa” al método científico. Como señaló el filósofo de la ciencia Karl Popper, la ciencia no puede probar ni refutar proposiciones no falsables, como la existencia de una deidad. Por tanto, la ciencia no «descarta» a dios, sino que lo relega a un plano fuera de su competencia.
Científicos como Francis Collins, exdirector del Proyecto Genoma Humano, sostienen que la fe y la ciencia pueden coexistir, pero no mezclarse pues son materias totalmente distintas.
Un argumento común para respaldar la falsa compatibilidad entre ciencia y fe es que muchos de los ganadores de Premios Nobel son creyentes religiosos. Un estudio frecuentemente citado, realizado por Baruch Aba Shalev en 100 Years of Nobel Prizes (2003), afirma que el 89,61% de los galardonados entre 1901 y 2000 eran religiosos, mientras que solo el 10,39% eran ateos, agnósticos o librepensadores.
Esta estadística se presenta como “evidencia” de que las mentes científicas más brillantes tienden a ser religiosas, desafiando la noción de que la ciencia nos aleja de la fe.
Sin embargo, este argumento es falaz por varias razones. De entrada comete falacia de autoridad. Que un científico premiado con un Nobel crea en dios no prueba su existencia ni la compatibilidad entre ciencia y religión. Las creencias personales no son evidencia científica. Por ejemplo, Richard Feynman (Nobel de Física, 1965), un ateo declarado, argumentaba que la ciencia no necesita hipótesis sobrenaturales, y en ello tiene toda la razón. Del mismo modo, Steven Weinberg (Nobel de Física, 1979) veía la religión como irrelevante para sus descubrimientos.
La falacia de los Nobel religiosos comete sesgo metodológico, el estudio de Shalev ha sido criticado varias veces por su falta de rigor pues clasifica como «creyentes» a científicos que no lo eran, como Albert Einstein, quien rechazaba la religión y usaba a «dios» como metáfora para las leyes del universo. Además incluye a científicos de origen judío como religiosos, aunque muchos, como Niels Bohr, eran ateos o agnósticos. Esta categorización infla artificialmente la proporción de «creyentes».
Por otro lado, los Premios Nobel, otorgados en Suecia, un país de tradición cristiana hasta hace pocas décadas, refleja un sesgo cultural. Entre 1901 y 2000, la mayoría de los galardonados provenían de Europa y Norteamérica, regiones donde el cristianismo era la norma social.
La presión cultural favorecía la afiliación religiosa, incluso entre científicos; en contraste, encuestas modernas, como una de 1998 de la Academia Nacional de Ciencias de EUA, muestran que sólo el 7% de los científicos de élite creen en un dios personal.
El término «creyente» engloba posturas diversas, desde el teísmo tradicional hasta el deísmo o visiones panteístas. Agrupar estas perspectivas bajo una sola categoría distorsiona la realidad y exagera la religiosidad de los científicos. Estudios sociológicos, como los de Elaine Howard Ecklund (2010), indican que apenas un 30% de los científicos en EUA y Reino Unido tienen alguna afiliación religiosa.
Los datos de Shalev son cuestionables y dudosos. La “religiosidad” de los científicos refleja más las normas sociales de su tiempo que una verdad universal. Como dijo Stephen Jay Gould, ciencia y religión son «magisterios no superpuestos», cada uno con su propio ámbito de autoridad.
La afirmación de que los Nobel creyentes validan la fe no es sostenible. La ciencia “no tiene” herramientas para pronunciarse sobre la existencia de dios, y las creencias de los galardonados son irrelevantes como evidencia. La estadística de los Nobel religiosos, plagada de sesgos y definiciones imprecisas, es una falacia que no resiste el escrutinio.
El verdadero desafío no es enfrentar ciencia y religión, sino reconocer sus roles distintos. En lugar de perpetuar falsas dicotomías, debemos fomentar un diálogo que respete la evidencia empírica y las preguntas humanas más profundas, sin recurrir a estadísticas manipuladas o afirmaciones absolutistas.
Ahí se las dejo de tarea.