Así me educaron; yo se los paso al costo.
Hace probablemente cinco siglos, en lo que hoy llamamos México, una tribu de migrantes del Oriente -por ahí de donde hoy juegan dizque futbol y se dicen Chivas- después de fumarse unos cartuchos de mota, decidieron ir a buscar un territorio idílico -más bien onírico- un sitio en que en el centro de una laguna, en un peñasco, un águila beoda de pulque le disputara las tunas de un nopal a una víbora de la cual no se tiene más datos. ¿Qué onda wey?
Según los recién llegados, esa era la tierra prometida que miles de kilómetros al este, antes, les había Jehová escriturado a los semitas. La tierra prometida, se dice. El truco de Jehová para traer a los judíos de una Meca a la otra, demuestra sólo su astucia Y el méndigo la repite.
Y los guerreros, que luego iban a hacerse una camiseta del América, ahí se asentaron. Y crecieron y comenzaron a joder a los demás de otras camisetas para que les dieran comida, fruta, algodón , doncellas y otros bienes. Y si no, los sacrificaban corazón abierto, cabeza fuera.
En eso andaban, cuando una pandilla de forajidos extremeños -Extremadura está en España-embarcó, con mi ancestro don Hernando rumbo al Nuevo Mundo, para indagar qué tanto oro había en las tierras que el genovés Colón pensó era el otro lado del mundo. El wey pensó que había llegado a la India. Por eso nosotros somos indios .
Y ni siquiera somos colombianos. Nuestro Continente no se llamó Colombia, como debía ser, porque el que se dio cuenta de la pendejez de Colón fue más tarde Américo Vespuccio, cartógrafo, que le dio nombre a las americanos.
Pero el tema no es ese.
Hace muchos años, recuerdo haber sido instruido en la primaria, que en el mundo sólo había cuatro razas: la blanca, la negra, la roja, y la amarilla. En aquel primitivo juicio norteamericano de entonces, éramos los inmigrantes europeos blancos, los esclavos traídos a sus plantíos del sur, los indios originarios de su tierra y los chinos.
Además del elemento político que hace la discriminación racial un punto de inflexión básico, la identidad racial torna a ser una cuestión esencial: ¿Qué somos, a dónde pertenecemos, a qué somos ajenos?
Durante mi infancia y juventud -que sigue- estuve educado en que los mexicanos somos producto de un mestizaje gracioso. A diferencia los cuáqueros en las trece colonias que dan raíz a los Estados Unidos, que tuvieron que inventar el Día de Gracias, que mataron a todos los demás; a diferencia de Pizarro en Perú y otros conquistadores en Chile, Ecuador, Venezuela o Colombia, los soldados de Cortés se cogían a las bellas zapotecas o tlaxcaltecas, las hacía concubinas o esposas.
Madres nuestras.
Cualquier indagatoria de nuestros apellidos, Pérez, Martínez, González, Garza, Sada, López Cortés o Kuri, nos conduce inevitablemente a dos vertientes: el de la sucesión étnica exclusiva o a la mixtura de fluidos germinales. Somos producto de mezclas orgullosas, mexicanas, como debe ser la de la señora presidente.
El fenómeno del mestizaje no es exclusivo de pueblos o sitios, y consecuencia de la cercanía de los individuos de diferente procedencia. La carne es cabrona. Como inevitable consecuencia histórica y genética, hoy en día no hay ser humano que no tenga que reconocerse como un mestizo. Ese simple argumento derroca la falacia de la teoría de Andrés Manuel, Claudia y amigo que les hacen segunda en defensa de culturas muy venerables que ya estaban aquí en 1492 pero que solamente se enriquecieron con la semilla europea.
No nos hagan pendejos.
PARA LA MAÑANERA (Mientras me definen si son peras, o los mismos olmos de antes): Señora Presidente: ahí le va una propuesta para que usted, la doctora Gutiérrez Müeller y sus derechistas españoles queden satisfechos: que Huitzilopochtli y Pedro de Alvarado nos pidan perdón a los mexicanos de ahora y a los españoles de entonces -que ni había ni españoles ni mexicanos entonces- Tutti Frutti, por sus barbaridades y asesinatos cometidos en 1520. ¿Sale?
Luego me dicen.