Hace años, mi madre comenzó a caminar por algodones y un viento extraño la arrastró por un desierto infinito. Me acordé de un cuento de Amparo Dávila.
Era un hombre como yo, con una madre delicada de salud como la mía.
Le puso enfermeras y amuebló sus noches con atenciones médicas y sábanas blancas.
Pero la madre veía en los espejos seres intrusos, que solo ella podía mirar; seres extraños que le hacían señas y la llamaban en silencio.
Leía yo a Amparo Dávila y en mis cavilaciones a la orilla del sueño, la asociaba con aquél término que acuñó Freud: “lo siniestro”.
En medio del entorno familiar, de la vida cotidiana, de la normalidad aparente, se asomaba lo siniestro.
Amparo Dávila fue una gran cuentista. Pocos la leen ahora, pero fue de las grandes en México.
Yo leí siendo niño un cuento suyo, y luego otro y otro más. Eran del género fantástico, del horror que algunos llaman psicológico.
Casualmente me acordé de ese cuento en donde el hijo cuida a su madre enferma. Nadie sabe por qué la madre ve esas presencias extrañas en los espejos.
Así lo tituló Amparo: “El espejo”.
También mi madre quiso, en su mente desierta, cubrir con sábanas grandes espejos y ventanas, y los resquicios de las puertas. Para que no entrara a su casa lo siniestro: invisible, inasible, invasivo.
Tapé los espejos del cuarto de mi madre, como el personaje de Amparo Dávila.
Pero luego, este hijo que cubría los espejos cayó sorprendido por las presencias extrañas.
Y entre las sábanas notó que se agitaba lo siniestro. Sentía lo mismo que su madre enferma. Y vió lo que nadie más que ellos, madre e hijo, podían ver. Nadie más.
Tuve miedo, como el personaje de Amparo Dávila. Y me quedé en el cuarto, mudo, perplejo.
Igual que mi madre, vi que algo movía las sábanas, y que no las agitaba el viento.
Era eso.
Cuando murió Amparo Dávila, a sus noventa y dos años, volvió mi madre a mirar con sus ojos de siempre el cuarto y los espejos tapados.
Fue poco antes de que caminara mi madre por su desierto invisible. Y comprendí el cuento de Amparo.
Al fin lo supe. Eso que llega intempestivamente, de improviso; eso que nos hace ver huéspedes en los espejos, no es lo siniestro. Freud se equivocaba.
Eso que se cuela por las ventanas, y se mete por debajo de las puertas, no son seres intrusos; son más bien hilos delgados y sutiles que terminan por unir hasta el fin de nuestros días a la madre con el hijo: es la valentía de afrontar con naturalidad lo que venga por delante.