martes, diciembre 3, 2024
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Los tres buscatesoros

Entraron a la media noche, armados con picos, palas, una barreta y dos varillas de radiestesia, para percibir los rayos electromagnéticos de los metales del tesoro. En la hacienda vieja ya todos dormían…

Empezaron por investigar en los corrales, entre el estiércol de los animales por si había alguna entrada oculta o una losa suelta; entre los chiqueros y los gallineros, pero las varillas no les marcaban señal.

Siguieron por la cerca de piedras, donde sólo encontraron una madriguera de tlacuaches agresivos, y los evitaron. Continuaron en el potrero y las caballerizas, y nada más hallaron algunas monedas actuales de uso corriente y hasta una argolla de matrimonio que se les habían caído a los jinetes mientras intentaban domar a los caballos más broncos.

También había qué revisar el techo, si es que alcanzaba el tiempo antes del amanecer. Además, buscar en la fuente, bajo la cruz de cantera en el jardín, bajo los árboles centenarios, en la troje, en las engañosas patas huecas de los muebles de aparente madera maciza, en el brocal del pozo seco y clausurado, en los cuartos viejos que habían sido bodegas, bajo las escaleras de piedra desgastadas por el uso constante, y tras las vigas podridas y con un penetrante olor a guano de murciélago.

¿Buscar en la capilla? No, porque sería un sacrilegio, una falta de respeto.

Uno de ellos caminaba con las varillas; otro con la linterna, una barreta y un pico y una pala en la espalda, y el de atrás con pala y pico, así como un costal de yute, una soga de ixtle y un paliacate para amordazar a quien estuviera despierto y los pudiera delatar.

—Shhhhh… Silencio… —dijo el de adelante— Ya casi podemos entrar.

En las recámaras se escuchaban los ronquidos y las voces sonámbulas de los moradores, que se hablaban y se contestaban unos a otros en medio de los sueños. Entablaban largas conversaciones aun dormidos y proyectaban en sus pláticas perdidas cada noche los deseos reprimidos o las acciones que se habían quedado pendientes en el día, pero también el subconsciente de cada uno reflejaba parte de los pensamientos heredados de una generación a otra, es decir, se manifestaban las vidas pasadas y los recuerdos familiares, sin darse cuenta.

Al dormir, los habitantes de la hacienda vieja, entre sueños revivían inolvidables y trágicas historias de amor propias o ajenas, traiciones y escándalos, expiaban crímenes y pecados, y purgaban parte de las penitencias colectivas, una noche cada vez.

Los tres buscatesoros lo sabían porque ya habían estado antes varias noches sin dormir, en las habitaciones, quietos, mientras estudiaban los hábitos de sueño de los moradores, para poder escarbar y revisar sin contratiempos toda la construcción. Por eso tenían hasta apuntados los mejores horarios de cuando todos dormían más profundamente.

Y así se dieron cuenta de que la mención del tesoro anhelado rebotaba entre las pláticas nocturnas de aquellos soñadores, siempre cierta pero cada vez con una ubicación diferente y vaga. Había hasta quien lanzaba manotazos al aire como queriendo agarrar algo del tesoro etéreo.

Rastrearon en cada uno de los arcos añosos y descarapelados, porque había rumores de que bajo sus cimientos los constructores habían ocultado parte de la fortuna. Aunque también se decía que en aquel tiempo de los primeros dueños, no había necesidad de esconder nada pues era una época próspera en la que no había guerra ni revoluciones, ni bandidos peligrosos, sino que toda la riqueza los patrones buenos la reinvertían en comprar más ganado, más tierras y más semilla para sembrar, y que todos tuvieran para comer, para vestirse y para construir sus casitas.

No. Entre las paredes y las bardas de adobe no era posible encontrar tesoro alguno, porque nadie en su sano juicio dejaría nada valioso en un material tan efímero y tan a merced de la naturaleza, menos en aquella región en la cual llovía tanto y que se inundaba cada año. (No imaginaban que en la recámara de los primeros patrones, junto a la alcoba principal, bien a resguardo de las tormentas y con la protección del olvido de la muerte, cada una de 50 piezas de humilde adobe encapsulaba una moneda de oro guardada en un aplastado costalito de vaqueta, entre el material original de lodo mezclado con paja, heno y zacate).

A causa de los indicios y el rastro del tesoro que intuían por las pláticas de los sonámbulos, los buscadores luego de conjeturar y discurrir entre sus ideas comunes, decidieron dejar levantado casi todo el piso de lajas encajadas en el tepetate apisonado de la cocina vieja, para quitar los obstáculos y que las varillas de radiestesia detectaran algo.

Quitaron la zotehuela tiznada junto a donde estaba el fogón y vaciaron y quebraron las cazuelas de barro; hurgaron en el horno antiguo que destrozaron poco a poco, arrancaron con la barreta los tabiques rústicos y enormes que en su tiempo fueron fabricados a fuego lento, hasta que en su frenesí encontraron un cofre mediano sin tapa, y distinguieron por fin lo que a su parecer eran cadenas y monedas doradas y plateadas, joyas con brillantes, piedras preciosas y lingotes de metales valiosos. Lo sacaron y con los primeros rayos del sol, al amanecer, en el interior del cofre los tres vieron muchos reflejos deslumbrantes del tesoro, de su tesoro.

Los tres escaparon de allí por una escalera de cuerdas y trapos que habían colgado en la barda trasera. Al pie, dejaron tirada toda la herramienta. Pero mientras corrían, en el interior del cofre que cargaban, ya a la luz del día los objetos perdían poco a poco su brillo, como si se transformaran en cosas comunes y corrientes que caían entre los surcos endurecidos del barbecho.

Pero ninguno de los tres podía detenerse a revisar, porque quizá aquello era un espejismo por el susto de la huida. Al fin y al cabo eran cosas materiales que se podían reponer o volver a obtener.

Y sin embargo, mientras corrían, los tres se voltearon a ver entre ellos, y comenzaron a reír, y luego a carcajearse, y después a llorar de risa mientras se carcajeaban y corrían, porque valoraban lo más importante: ya eran libres…

De todos modos podrían ir a buscar más tesoros; y tendrían qué regresar alguna noche a la hacienda vieja, porque había qué hacer desaparecer los expedientes y las fotos que les tomaron como “casos clínicos de estudio”, “peligrosos” y “especiales” desde varios años atrás, para destruir toda huella de que alguna vez habían estado allí en tratamiento intensivo, internados los tres como pacientes en la granja de recuperación mental, es decir, en el manicomio.

Entre las cagarrutas de las chivas y las bostas del ganado en el camino de los huizaches y la nopalera dejaron el rastro de su “tesoro”: cucharas, tenedores, cuchillos, en total un exquisito paquete de más de 200 cubiertos y utensilios con baño de plata ennegrecida que alguna vez sirvieron para un banquete de bodas preparado a 40 comensales, piezas que por su trabajo artesanal valían más como objetos de museo, que por la plata que los recubría.

Por la apuración, tiraron la mitad de su “tesoro” en las veredas.

Días después no hubo necesidad de utilizar la fuerza pues los tres buscatesoros optaron por volver por su propio pie a la granja; no conocían otra forma de vida más que la rutinaria y monótona del manicomio, donde debían obedecer todas las órdenes de los doctores, por lo cual eran ya casi incapaces de valerse por sí mismos ante una sociedad intolerante que, insensible, los rechazaba, los segregaba de una existencia normal y los tachaba como “perturbados incurables”, “psicóticos”, “paranoicos”, “esquizofrénicos”, “maniaco—depresivos”, o más sencillamente, “locos”…

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