martes, diciembre 3, 2024
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¡Estamos encerradas…!

Me llamo Giovanna de Jesús. Tengo seis años y me están mudando los dientes. Estoy chimuela, pues. Me pusieron este nombre raro, para que fuera parecido al de mi abuela, que se llama Sanjuana de Jesús. Porque Giovanna significa igual, que Juana, femenino de Juan, uno de los apóstoles de Jesús.

Bueno, pues no nada más me parezco a mi abuela en el nombre. Tengo sus mismos ojos tristes color miel, pero que de tristeza tienen nada más la apariencia. Porque lo que más nos gusta a mi abue y a mí, por sobre cualquier cosa, es reír, reírnos de todo, hasta de lo más simple o sencillo delo que nos pasa.

Por ejemplo, el otro día, que mi abuela estaba comiendo pedacitos de papaya muy madura y blandita, en triangulitos porque mi abuela no tiene dientes propios sino sólo tres, y usa dentadura postiza; bueno, pues ella estaba comiendo papaya, mientras yo la veía y la vigilaba para que no se fuera a atragantar por la tos crónica que sufre.

Mis papás me dijeron que yo tenía qué fijarme en ella mientras come, y que si se empieza a ahogar con la tos o tiene algún problema o necesita algo, le avise rápido a algún adulto.

Resulta que mientras comía papaya, por alguna extraña razón mientras ella movía la cuchara, un triangulito le brincó a la frente y se le quedó pegado. Yo contuve la risa, porque se veía

chistosa con su triangulito de papaya en la frente, mientras ella se buscaba entre la ropa una y otra vez, extrañada, debajo de la cuchara, debajo del platito, en sus manos y en sus brazos, en el suelo, en la silla, se me quedaba viendo, y yo que estaba ya colorada y conteniendo la risa y la respiración, hasta que exploté y me empecé a carcajear.

Yo respeto mucho a mi abue, yo la quiero mucho, la quiero como a mis papás. Pero lo que más me ha enseñado mi abuela es que me ría de todo lo que pueda, porque la alegría no se da todos los días. Ella al ver que me estaba carcajeando, con mis dientes chimuelos, se empezó a reír conmigo, y entonces le acerqué un espejo, en el cual se vio reflejada con aquel triangulito de papaya como si fuera un unicornio…

—Jajaja… —Jajajaja… —Jajajaja… —Jajajaja!!! —Jajajajajaja!!!

No podíamos parar de reírnos. Hasta que me levanté de mi silla, le di un beso fuerte en la frente, y entre mis labios tomé aquel triangulito de papaya, se lo mostré, y antes de que pudiera decir algo, me lo comí rápido. Entonces la abracé, ella me abrazó, y sentí que ella suspiraba.

Me dijo, con su voz dulce: —Te quiero mucho, mi niña.

Y le respondí:—Yo también te quiero mucho, abuelita.

Dicen que no hay amor más puro que el de una abuela. Ella y yo somos cómplices y amigas, desde mis primeros recuerdos en mis seis años. Empecé a hablar al año y medio de edad, y desde

entonces nadie me para el pico. Yo estoy segura que mi abue y yo compartimos el carácter. Nos gusta reír, respetamos a toda la gente, somos tranquilas y tenemos mucha paciencia, pero si algo no nos gusta, entonces alzamos la voz, enfrentamos la situación que consideramos que es injusta, y tratamos de encontrar una solución, con respeto.

Mis papás me dejan al cuidado de mi abuela y a mí al cuidado de ella. Nos cuidamos una a la otra. Porque mis papás tienen qué salir a trabajar y ya llegan por la noche. Pero tengo un teléfono celular que me enseñaron a usar para hablar y para contestar llamadas, y que a veces uso para jugar.

Mi abue ya me enseñó a leer y a escribir, y pude aprender rápido, aunque nunca he ido a la escuela. Pero mis papás todavía no lo saben. No quiero decirles, porque siento que podrían enojarse con mi abuela, pues ella no es maestra y me ha enseñado lo que ella aprendió en sus dos años de primaria trunca antes de que la sacaran para trabajar en el rancho.

Antes había mucha discriminación a las mujeres. Decían que para qué iban a la escuela si de todos modos se iban a casar. Pero ella sabe muchísimas cosas, sobre todo lo que le han enseñado el mundo, la vida, los libros y hasta la televisión. He escuchado a mis papás que están preocupados porque yo no juego con niñas de mi edad, mucho menos con niños, y porque a veces los sorprendo con preguntas o con respuestas que son de adultos.

Pues qué esperaban, si soy una niña en un mundo de adultos, soy hija única de una hija única, de una hija única. Porque mi abuela también fue hija única, y sólo tuvo a mi mamá. Entonces, sólo tengo primas y primos por parte de mi papá, pero por culpa del famoso coronavirus desde hace dos años estamos sin salir mi abuela y yo.

Ya hay una vacuna, pero hay gente que se ha muerto por una reacción alérgica a causa de esa inyección, y aunque la gente sea vacunada, el virus está mutando como el de la gripa y se está volviendo resistente. Yo creo que algún día nos tocará que nos pegue el microbio. No sé cuándo ni cómo, y lo que ojalá pase es que no nos mate.

Por eso además tampoco entraré pronto a la escuela, dicen mis papás que voy a aprender por medio de una computadora. Mientras, yo estoy aprendiendo todo lo que me enseña mi abuelita.

Ella tiene 95 años, y escucho siempre de los demás que es hipertensa y diabética, y antes de que yo naciera le dieron un tratamiento contra el cáncer de pulmón que le detectaron, y parece que esa enfermedad se detuvo.

Ya no digiere bien la comida, no puede comer muchas cosas, y eso mismo le provoca flatulencias, sonoras y olorosas. Yo me divierto mucho cuando hacemos concursos de flatulencias, para ver quién lo hace más fuerte y claro. Hasta he comido

cebollas a mordidas, para lograr aires más efectivos. Aunque creo que eso no les gusta a mis papás.

El otro día vinieron unas visitas, familiares muy lejanos, y traían a dos chiquillos, uno como de diez años y el otro como de ocho. Mientras sus papás platicaban con mis papás, ellos dos andaban husmeando en la casa. Yo estaba con mi abuelita, sentada cerca de ella.

A mí me aburren los niños, porque platican solamente delos juguetes que quieren, de futbol o de bicicletas, y de las cosas que quieren que les traigan los Reyes Magos en enero. Y estos dos hermanos hablaban de lo mismo. A mí me vieron muy chiquita y yo creo que por eso me ignoraron, cuando sus papás les dijeron: «Ahí estense, jueguen con la niña». ¿Y a mí, quién me preguntó si quería jugar con ellos? Preferí quedarme con mi abuela y a la vez mantenerme alejada de esos extraños.

Cuando andaban cerca, de pronto mi abue no pudo contenerse y soltó una flatulencia sonora y olorosa, digna de nuestros concursos. El niño mayor dijo: «Fúchila, qué feo huele»…Y el otro hizo la seña de taparse la nariz. Me dio mucho coraje. Entonces tomé aire, comencé a hacer un esfuerzo, y entonces ocurrió: Pude soltar un sonoro gas en medio de un fuerte olor, que hasta hizo voltear a mi abuelita, quien primero me vio con sorpresa y luego comenzó a reírse a carcajadas, y a mí se me quitó el coraje y me ganó la risa.

«Ándenle, por escandalosos y melindrositos», dijo mi abue, mientras seguíamos riendo y los delicaditos huían con el chisme para decirles a sus papás y a los míos. A nosotras no nos importó, pero mis papás se pusieron todos rojos por la vergüenza. Y la verdad yo prefiero oler, porque es un signo de que no tenemos coronavirus; vi en las noticias que la gente contagiada entre sus síntomas dice que pierde el olfato y el gusto, quenada de lo que comen pueden saborearlo ni olfatearlo. Y yo no quiero quedar bien con las visitas, prefiero estar bien, con mi abuelita.

Ella me quiere tanto como si fuera su hija, dice, o sea, me quiere tanto como a mi mamá. Yo no sé si mi mamá le ha agradecido alguna vez que me quiera tanto, pero yo se lo demuestro siempre, así que para ella, es bastante y suficiente.

No conocí a mi abuelo. Murió hace veinte años. Sólo por fotos lo conozco ahora. Pero mi abuelita me dice que me hubiera querido mucho mucho, igual que ella. Un día, antes de que nos encerráramos en esta casa, cuando yo tenía tres años, me acuerdo que caminábamos por un puente, me llevaba de la mano de regreso luego de jugar en el parque.

Pero al llegar arriba, mi abuelita se detuvo en el barandal para respirar y para recuperarse, porque sele había bajado la glucosa, y de pronto ya no pudo ver bien, todo se le puso borroso. Vi a un señor en el otro extremo del corredor del puente, que miraba hacia la ciudad; mi abuela vio solamente el bulto, y me dijo:

—Ve con ese señor y pídele que venga para ayudarme, que me siento mal, no puedo ver nada.

Corrí, le avisé al señor, quien me sonrió muy amable, me tomó de la mano y me llevó con mi abuela, quien se había desmayado y estaba recostada en el puente. El señor le gritó al vendedor de un puesto de periódicos en la base del puente, y él pudo hablar por teléfono para que la atendieran.

Llegaron de la Cruz Roja con una ambulancia, subieron a mi abue a una camilla y nos llevaron en la ambulancia a Emergencias, y nos acompañó el señor del puente. Mis papás llegaron a la Cruz Roja, y mi abuelita, más recuperada, les contó del señor que nos ayudó. Lo buscaron en la sala de espera para agradecerle, pero ya no estaba.

Un día, mi abuelita veía las fotos familiares, y me mostraba a cada uno de aquellos de mis parientes y antepasados que no conocí y que se habían quedado congelados en el tiempo en aquellas fotografías y en su agradecida memoria. Ella suspiraba, mientras derramaba algunas lágrimas, y yo la abrazaba para consolarla

—Mira, esta es la última foto de tu abuelito, antes de morir por un infarto en la Plaza Principal. Se la tomó un fotógrafo de instantáneas, por eso la imagen ya está amarillenta.

Alto, gallardo, serio, y algo como distraído, veía hacia el frente como si estuviera preocupado. Iba vestido con un pantalón

de mezclilla, una camisa blanca y una chamarra de cuero color negro.

Lo reconocí.

—Ese es el señor que nos ayudó cuando te desmayaste en el puente…

Mi abuela abrió los ojos y se sobresaltó. Empezó a temblar, y su voz se quebraba.

—No, cómo crees, te has de haber confundido, no puede ser, porque murió hace más de dieciocho años.

—Es él, con la misma ropa. Y además vi que traía una cachucha blanca en la bolsa de la chamarra, con un leoncito en el frente.

Mi abuelita se sacudió con un escalofrío, y sin ninguna pena dejó salir las lágrimas, con un llanto triste, entrecortado, mientras me abrazaba fuerte.

—Ay, mi niña, ay, mi niña… Qué consuelo y qué dicha. Tu abuelito vino a ayudarnos. No se ve en la foto, pero es cierto, tu abuelito traía una cachucha blanca con un leoncito al frente, cuando murió y fuimos a identificar su cuerpo, luego de que nos avisaron de que lo tenían en la Cruz Roja… Lloramos juntas, abrazadas, no sé cuánto rato. Así nos encontraron mis papás, con los ojos rojos por tanto chillar…

Luego, mi abue me contó la historia de uno lagartija, dos lagartija, que le pasó a ella:

—Un pequeño visitante había llegado al jardín pero de pronto se escuchó un ligero sonido, como si hubiera caído una ramita o una hoja del níspero. Era una pequeña lagartija, que se cayó del guayabo, y quedó en el suelo, sofocada, sin poder respirar bien.

Atarantada, abría las mandíbulas con desesperación, para alcanzar el aire. Pequeña, apenas se notaba en el piso del patio, como si fuera un relieve de ramitas. Con un papel para no lastimarla la posé en mi mano izquierda. Abría las fauces. No sé si las lagartijas de esta especie tengan algún mecanismo de defensa como veneno o mordida, pero no importó. Luego de unos minutos, abrió bien los ojos y vio que la veía. Se quedó congelada. Tenía una de las patitas delanteras engarruñada, como si se hubiera golpeado en ese costado y estuviera herida. La puse en una piedra, pero no le daba solecito, y estaba fría. La puse de nuevo en mi mano y la llevé al jardín. La deposité en la tierra, entre las ramas y las hojas caídas del guayabo. Se movió un poco. Abrió de nuevo las mandíbulas, como para mostrar sus dientes. Si emitió algún sonido, habrá sido muy tenue porque yo no alcancé a escuchar. Se resguardó un poco, y de pronto escuché ruidos cerca, en el mismo jardín. Una lagartija más grande, como del largo de mi mano, se acercó a la más pequeña, la olisqueó, pero al verme se espantó y corrió de nuevo bajo las plantas. La lagartija pequeña se

movió más lento, algo atontada todavía, quizá, y se metió bajo una maceta, cerca del guayabo.

Ayer escuché un leve crujido y la volví a ver en el jardín, trepada entre las ramas del guayabo, que ya empieza a dar frutas y esparce su aroma por toda la casa. Yo pensaba que comían insectos. Pero… ¿Será que a las lagartijas también les gustan las guayabas? Si es así, muy buen provecho, pequeña, disfruta tu libertad, cuídate, y nos veremos pronto…

Ya me leí toda la enciclopedia azul que está en la sala, y lo que no entiendo se lo pregunto a mi abuelita. Me gustan mucho las historias que me cuenta, sobre todo porque a veces actúa las pláticas y hace distintas voces según el personaje o el pariente de quien está hablando, sea hombre, mujer, gente grande o niños, hasta hace los sonidos si está contando algo sobre animales.

Entre los libros de la Enciclopedia me encontré un texto escrito a mano, que me gustó mucho y se lo leí a mi abue en voz alta, para preguntarle también de quién era:

—Por la noche cuido tu sueño, no por que alguien me obligue

Pongo una cobija en tus piernas para que no te dé frío

Aunque no te des cuenta lleno tu vaso con agua

Aunque no tengas fuerza te sostengo en mis brazos

Aunque ya no te acuerdes yo rescato tus días

Y musito plegarias por que vuelvan tus pasos

Aunque nadie me obliga yo te quiero, mi viejo,

Te acompaño en tus días, te despiertas temblando

No por miedo a la nada, ya tus brazos vacilan

Y tus pasos los piensas y suspiras rezando

Y agradeces al cielo el sustento y el techo

Y agradeces tu vida, y agradeces, llorando

Por tener a tus hijos, a tus nietos, y hermanos

Ya tu vista se pierde y no escuchas cuando hablo…

Porque tú eres mi padre, porque soy tu retrato

Cuando estábamos niños nos cuidaban los pasos

Tú y mi madre bendita, Dios camina a su lado

Sólo quiero decirles que mi vida es su espacio

Y aunque nadie me obliga yo te sigo cuidando…

Cada día despierta, Viejo, padre, papá,

Que yo, que yo sigo tus pasos…

Al terminar de leer, mi abue estaba llorando, y no dejó de llorar aunque la abracé muy fuerte, al contrario, creo que empezó a llorar con más sentimiento. Media hora después, ya cansada por el llanto y tantos suspiros, empezó a hablar bajito:

—Lo escribió tu abuelito, cuando su papá estaba ya viejito y no podía caminar. Yo lo acompañé en ese tiempo, y sé que a él y a sus hermanos y hermanas les dolía ver a su papá que ya no tenía fuerzas y no podía caminar porque se le doblaban las piernas. De verdad, tu bisabuelo agradecía por todo, por tener vida cada día, por la comida, por un vaso con agua, por poder ir al baño sin problemas, por poder respirar cada momento. Valoraba mucho todo el cariño que le daban, aunque su vejez era difícil, por no tener el control de lo que quería hacer, hasta lo más sencillo y común se le dificultaba, cosas que nosotros hacíamos hasta sin pensar o valorar, o agradecer. Eso hoy me está tocando vivirlo y he podido entender muchas cosas, y reflexionarlas. Gracias, mi niña hermosa, por quererme tanto, y por encontrar el precioso escrito de tu abuelito, yo lo había guardado hace muchos años.

No se acordaba en dónde lo había dejado…

—Dicen que eres una niña en un mundo de adultos. Pero no me importa, porque yo sé que eres más inteligente de lo que creemos o de lo que queremos darnos cuenta. Te voy a platicar el cuento del enorme conejo pinto… Érase una vez un hombre hambriento y sin trabajo. Vivía entre el campo y la ciudad, lo cual le ayudaba para buscar el sustento ya fuera con un trabajo inventado por las personas o con los recursos que ofrece la naturaleza a quien sea tan hábil como para cazar criaturas silvestres o parare colectar frutas, hierbas, nopales, o cualquier cosa que sea comestible, tal y como vivían nuestros antepasados.

Cerca del campo, en un edificio de varios niveles, entre túneles excavados bajo los cimientos, vivía un enorme conejo de grandes manchas blancas y negras, que brincaba a la superficie y se escondía para buscar comida. En las faldas de la loma donde estaba el edificio, la gente salía a jugar en un campo verde con el pasto bien recortado; jugaban y se divertían en grupos, mientras el enorme conejo pinto se escabullía de su presencia, entre los niveles; se notaba su dominio del terreno.

Un día, mientras buscaba trabajo el hombre hambriento, pasaba por el campo verde, cuando vio al enorme conejo, y se decidió a atraparlo, porque tenía varios días sin comer. Pero entonces de pronto alguien más descubrió al conejo, y gritó a sus compañeros para alertarlos y que le ayudaran a atraparlo. El conejo correteaba a dos niveles por arriba del campo de juego mientras buscaba comida, pero se dio cuenta de que lo seguían y se escondía. Una niña jugaba en el barandal del edificio, despreocupada, mientras que el conejo se paseaba entre sus piernas sin asustarse, porque la niña no buscaba atraparlo, sólo lo veía, curiosa. El hombre hambriento, que llevaba buen rato sin perder de vista al conejo vio la oportunidad: desde abajo le gritó a la niña que atrapara al conejo por las orejas y que no lo soltara. La niña, deseosa de ayudar al hombre hambriento, con las dos manos sujetó al conejo, y le gritó triunfal a aquel hombre para que subiera por el trofeo.

El hombre hambriento se alegró, pero desde donde estaba vio que el conejo se sacudía, brincaba y jaloneaba a la niña mientras intentaba escapar. Había una escalinata al final del edificio, y aquel hombre se apresuró a subir por la presa, y ya se saboreaba aquel conejo enorme y gordo, que planeaba preparar asado a las brasas ensartado en una varilla como si fuera cabrito.

Subía los escalones de dos en dos y hasta de tres en tres, a lo que le permitían las piernas y a lo que le urgían el hambre acumulada de varios días y su ansiedad por no perder aquel banquete. Pero mientras subía y llevaba casi un nivel y medio recorrido, cuando ya le comenzaron a doler las piernas por el cansancio y el esfuerzo, escuchó un grito que bajaba: la niña iba cayendo al vacío irremediable, luego de perder el equilibrio mientras luchaba por contener al conejo, el cual finalmente se escapó entre sus túneles excavados con pericia y paciencia durante largos meses…

¿Y cuál es la moraleja? Que por muy buenas intenciones que tengas, debes cuidarte y pensar antes de actuar, no vaya a ser que te caigas desde muy alto por atrapar al apetitoso conejo pinto…

—Y yo tengo otra, abue: que aunque tengas mucha hambre, no le pidas a una niña chiquita que atrape un enorme conejo pinto igual de pesado y más mañoso que ella, y además, desesperado por salvar su pellejo…—Ándale, ándale, tú sí sabes. Mi niña bonita está creciendo…

Mi abue conoce muchos refranes y dichos de cuando ella era joven y vivía en el rancho. Ella los llama “Refranecios”, o refranes necios, y a mí me gustan mucho y me hacen reír. Ella dice que son historias chiquitas y que hay que aprender de ellas, y saber diferenciar cuando pueden ser ciertas y cuando son solamente para reírse.

—Cuéntame refranecios, abue…

—Ahí van, mi niña hermosa, pero no te distraigas porque se te pueden escapar. No todos son mentiras, no todos son verdades, toma lo que gustes, tira lo que te enfade: Bien dicen que el que da pan al perro ajeno, se queda sin el pan y sin el perro… o como un perro…Mal ejemplo, pero para qué lloras por esa mula, ya ni yo que perdí el hatajo (de mulas).Ya sabías que ni al hombre ni a la mujer, ni todo el dinero ni todo el querer. Es que no pusiste atención a que en cojera de perro y en lágrimas de infiel no hay que creer. El tiempo todo lo cura, pero el que perdona un engaño, merece ir al rebaño.

Mándote decir que resbalada no es caída pero es cosa parecida…Amor es tiempo perdido, si no es correspondido. Si vives sin oficio y sin mujer pronto te echas a perder; además, sin la mente llena, no importa rubia o morena. Cría cuervos, y te sacarán los ojos. Decíate yo, el que nace pa´ maceta no pasa del corredor (y del cielo le caen las hojas); entiende, al que con niños se duerme, mojado amanece (y que con su pan se lo coma), y a esa agua que no has de beber, déjala correr…Mejor nombra al pan,

pan, y al vino, vino. Salud, pues…Recuerda que el que a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija. No por mucho madrugar amanece más temprano. Porque te salen ojeras.

Abriga bien el pellejo si quieres llegar a viejo. No está lejos el día: A cada capillita le llega su fiestecita. Lo que pasa es que viento, hombre, mujer y fortuna, cambian ya desde la cuna. Ríete de lo de aquí abajo y manda al mundo al carajo.

El hombre es el único animal que se tropieza con la misma piedra dos, tres, cuatro, cinco veces… Y como dicen, que no hay quinto malo…Al mismo tiempo, el hombre es fuego, la mujer estopa; llega el diablo y sopla. ¿Será cierto, que más vale malo conocido que bueno por conocer? Es que el lobo cambia el pelo pero no las mañas, y al que con lobos anda, a aullar se enseña. No te ocurra como aquél a quien le pasó lo que al perro de la tía Cleta: No ladraba, y el día que ladró le rompieron el hocico. Nunca llueve a gusto de todos. Recuerda: Nunca falta un roto para un descosido, ni todo el monte es orégano. Hasta el pelo más delgado hace sombra en el suelo, y cada uno tiene su modo de matar pulgas. Fíjate bien lo que deseas, porque se te puede cumplir; la belleza dura poco pero la fealdad dura toda la vida. Y la suerte de la fea, la bonita la desea (pero mientras, la pasean). A palabras necias, oídos sordos (ya otro perro con ese hueso).El que no oye consejos, no llega a viejo (y a rebuznar se enseña). Al mal tiempo, buena cara. En boca cerrada no entran moscas (ni en

oídos sordos). Cuando la carnicería tiene fila, es porque la carne está barata…

A caballo regalado no se le ve el colmillo (ni las mañas, todavía). El que a dos amos sirve, con ninguno queda bien, porque por las ancas se conoce al pollo…No todo lo que relumbra es oro. Puede ser plata ¿O qué? Haz caso: Los niños y los locos dizque siempre dicen la verdad. No impacientes ni importunes, guarda el momento, porque cuando Dios cierra todas las puertas, siempre deja abierta una ventana…Prometo que no se me olvidará… mientras me acuerde…

—Hay cosas que me dan mucha risa como las cuentas, abue, pero no las entiendo…

—No te preocupes, mi niña hermosa, todo a su tiempo, cuando crezcas, entenderás…

—Ahora yo te digo otra historietita con moraleja: Mi Abuelita escondió el pan, pero yo le escondí los dientes…Lo malo es que ya es medio día y no hemos desayunado…Moraleja: si avientas una piedra, piensa bien primero, y reflexiona, si no te va a golpear a ti de rebote…

—Jajaja… Muy bien, mi niña linda, me gusta mucho tu historietita. Escribe todo lo que puedas, lo que se te ocurra, para que lo recuerdes.

Por ahora, mis papás ya no me abrazan. Dicen que prefieren esperar a que haya una vacuna segura para no ponernos en riesgo

por el virus, porque nos podemos contagiar los más grandes como mi abue y los más pequeños como yo. Pues entonces tampoco abrazan a mi abue. Y no recuerdo cuándo fue la última vez que la abrazaron. Creo que fue en Navidad de hace dos años. A mí no me gusta que estén tan alejados aunque vivamos en la misma casa. Y saben que me gusta mucho abrazarlos, que me abracen, y sentir su cariño, sentirlos cerca, saber que están bien. Yo a mi abue la abrazo siempre, todos los días, cada vez que puedo. Cuando la abrazo, tiembla, pero aunque pudiera ser por el frío, yo sé que es por la emoción, porque me quiere mucho, y los grandes casi nunca la abrazan. Es más, como dormimos en la misma habitación, hasta el fondo de la casa, cuando mi abue siente frío yo me llevo mi cobija y me recuesto junto a ella, para que duerma calientita.

A veces me hago ovillo como los gatos y trato de calentarle los pies. Como es muy flaquita, siempre tiene frío en los pies y en las manos. Yo pienso que a mi abue le demuestro todos los días que la quiero mucho, porque siento que un día ella se va a ir al cielo, igual como se fue mi abuelito. Mientras, yo la acompaño para que no esté solita.

Al caer la noche, me he dado cuenta, de que todo lo que he contado, es verdad, y es un recuerdo, es la nostalgia de mi niñez y de mi vida, es mi personalidad y de mi abuela, y es mi vida, reflejada hoy mismo en mi nieta. Porque ella y yo, somos como una misma persona, mis papás a la vez son como mis hijos, la

entiendo y la comprendo, y estamos unidas en nuestra existencia por una especie de telepatía, o tele—empatía, que nos permite compartir el amor y la vida, lo que sentimos, lo que pensamos, lo que comemos, lo que saboreamos y disfrutamos, todo el cariño que vivimos, juntas y por siempre…

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