sábado, diciembre 7, 2024
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Marabunta

Las hormigas estaban allí desde el tiempo sin memoria, mucho antes de que el hombre pisara esas tierras.

Los hormigueros se multiplicaban entre los montes y en los llanos, incluso en los lugares más inaccesibles.

Los insectos vivían de prisa, sin tener conciencia de su entorno, sino concentrados totalmente en su tarea de recolección de comida.

Los ejércitos de hormigas obreras desmantelaban todo paso a paso, y eran pocos los animales mayores que se atrevían a hacerles frente.

Los pequeños montes de arena en el terreno tenían como frontera un espacio sin vegetación. Varias colonias se juntaban en espacios repartidos y exclusivos.

Sus ancestros les habían heredado fuerza y capacidad de arrastre exageradas en comparación con su tamaño.

Si una víbora se atrevía a cruzar por sus lugares, era rápidamente destrozada luego de una lucha breve; hasta el veneno de la víctima era inofensivo para los insectos, porque a fuerza de pequeñas dosis ya no les hacía daño, pero lo usaban además como arma contra sus enemigos.

Sus hogares eran como fortalezas, como castillos debajo de la tierra. En el aparente caos de túneles y galerías se cruzaban las obreras, y se comunicaban al tacto, con los extremos de sus antenas.

Varios kilómetros de caminos subterráneos se extendían fuera del alcance del mundo.

Las hormigas reinas pocas veces salían, solamente cuando era tiempo de juntarse con los machos para tener descendencia o cuando algún accidente natural –como una tormenta, un derrumbe o una avalancha- cambiaba por fuerza a la comunidad entera.

Cientos de años no hubo cambio, y se multiplicaron en tierras generosas.

Entonces llegó el extraño, el Hombre. Poco a poco las fue matando, y las hormigas no tuvieron más remedio que establecerse en la orilla de los caminos del invasor, o en los terrenos desiertos.

Casi exterminadas, se refugiaron en despoblados, para hundir sus mandíbulas en todo aquel ejemplar humano que estuviera a su alcance.

El Hombre se multiplicó también, y exigió más espacios para vivir, sin importarle nada más.

************

Esteban Alcocer midió con la mirada la extensión del terreno que acababa de comprar. No había nada más que monte, aparte de una carretera lejana.

Los huizaches y los mezquites debían ser quitados, pues construiría su casa lo más pronto posible.

En el centro de su propiedad había tres hormigueros que hervían de actividad bajo el sol de la mañana. Caminó lentamente hacia ellos pero entonces sintió en sus piernas un cosquilleo, y después una pequeña y dolorosa mordida, y otra, y otra más, y debió correr al automóvil para quitarse los pantalones y sacudirse aquellos animalejos que le atacaron.

Dolorido, se tocó donde lo habían picado. Contó 15 de aquellas marcas en los lugares en los que podía verse, además de tres o cuatro que estaban fuera del alcance de su vista pero que eran igualmente dolorosas.

Tienen que acabarse, pensó.

Dos días después llevó algunos botes llenos de diesel, y los vació directamente en la entrada de los hormigueros pero procuró moverse rápido para evitar más piquetes.

El líquido recorrió los túneles, y como ácido achicharró a los insectos, que se encogían y se hacían bolitas. Miles de hormigas murieron.

Para asegurarse, Esteban colocó estopas impregnadas con petróleo a la entrada de los pequeños túneles, y les prendió fuego.

Las hormigas sobrevivientes retrocedieron, y abrieron nuevas entradas, pero se encontraron con más combustible y sin ninguna tristeza emigraron a tierras mejores.

La zona se pobló en poco tiempo, y llegaron la electricidad, el pavimento, el drenaje, y las hormigas desaparecieron de la ciudad.

En tanto, Esteban Alcocer construyó un segundo piso en su casa.

Nadie supo con exactitud cuándo regresaron las hormigas. Se les veía por todas partes, agazapadas, esperando la ocasión para robar comida dejada por los humanos, o para atacar en grupo a los desprevenidos.

Bajo la casa de Esteban Alcocer comenzó una revolución. Miles de insectos invadieron los cimientos, y establecieron su base de ataque.

Comenzó así una venganza de mucho tiempo atrás.

El mismo Esteban ya se había olvidado por completo de las hormigas, hasta esa mañana en que se hundió la recámara del centro. Un bloque de concreto se derrumbó, y al mirar hacia adentro, fue entonces que las vio: Un rojo vivo se movía, y no podía distinguirse la tierra del fondo.

Las hormigas salieron a la casa y la invadieron por completo.

Esteban, atemorizado, intentó correr para escapar, pero un enorme bloque del techo se desplomó y lo golpeó en la cabeza.

Lo despertaron las mordidas feroces de cientos de hormigas, inmovilizado bajo los escombros. No pudo ni siquiera gritar: Al abrir la boca, la marabunta se precipitó a su boca. Esteban sintió el ardor en los pulmones, como un solo piquete, hasta que ya no pudo respirar.

Las bases de la casa cedieron por su peso, y toda la construcción cayó, en un abrir y cerrar de miles de mandíbulas.

Las hormigas habían ganado la segunda batalla…

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