martes, junio 10, 2025
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La Cueva del Indio

Galeana, en la sierra de Nuevo León.

En las tierras montañosas de Galeana, en Nuevo León, se esconde un misterio ancestral: la Cueva del Indio. En lo alto del Cerro de Labradores, esta cueva maravillosa permanece oculta a los ojos curiosos durante todo el año, excepto en los Sábados de Gloria, cuando su entrada se revela solo para unos pocos afortunados.

La tradición cuenta que esta cueva fue testigo de guerreros indígenas, bandidos y soldados en diferentes épocas. Se rumorea que en sus profundidades yace un tesoro resplandeciente de piedras preciosas, monedas y lingotes de oro y plata. Fue el escondite de los botines de robos y asaltos, esperando el momento oportuno para ser repartido y así sus valientes saqueadores podrían retirarse a disfrutar de una vida de riqueza.

Las historias de estas riquezas llenaban de ilusión a los jóvenes aventureros del pueblo. Uno de ellos, decidido a escapar de la pobreza, desafió al destino y se dispuso a entrar en la famosa Cueva del Indio. A la espera de la fecha precisa para poder vislumbrar el lugar del tesoro, soñaba con las glorias y planes que emprendería al triunfar en su osada odisea.

Finalmente, el Sábado de Gloria llegó, y el joven partió en su búsqueda, equipado solo con un cuchillo, una antorcha y dos costales para cargar las riquezas, ya que imaginaba que, al salir, estos sacos serían tan pesados que no podría llevar uno más. Con pasos decididos, se dirigió hacia la montaña, mientras sus padres, hijos y esposa lo observaban con miradas preocupadas, prefiriendo vivir una vida de pobreza en compañía de su ser querido que perderlo en la búsqueda del tesoro.

Recorrió cada rincón de la ladera en busca de la mágica cueva, hasta que, de repente, ¡ahí estaba! Como si se tratara de la boca abierta de la montaña, se encontraba la Cueva del Indio. Su corazón latía con fuerza, encendió la antorcha y se aventuró hacia el interior, persiguiendo el ansiado tesoro.

En la oscuridad, parecía ver sombras en movimiento más oscuras que la propia oscuridad, pero su determinación no sería doblegada por espíritus que acecharan su paso.

Cuando estuvo tan lejos de la entrada que no había más luz que la de su antorcha, notó, maravillado, cómo a sus lados, a todo lo largo de la caverna, se recargaban cajas y costales llenos de caudales que brillaban con sus piedras preciosas, barras y monedas de plata y oro.

A medida que se seguía adentrando, los supuestos ecos de sus pasos se convirtieron en voces incomprensibles de seres posiblemente perdidos en la cueva durante intentos anteriores de saquear el tesoro. Un escalofrío de terror recorrió su espalda cuando, al acercarse estos seres hasta donde los alcanzó la luz de la antorcha, vio figuras con desgarradas vestimentas antiguas, cuerpos demacrados y calaveras con cuencas vacías que parecían mirarlo con ira y advertencias mortales.

Atemorizado, corrió sin mirar atrás, buscando desesperadamente la salida. Cuando finalmente la encontró, era de noche, y se encontró en un pueblo que creyó familiar. Sin embargo, al recorrer sus calles, se dio cuenta de que todas las casas le eran extrañas. Al llegar a la iglesia, se orientó y en una casa que estaba conde él dejó la suya, siendo muy parecida a aquella, se acercó y vio a un anciano que le dio entrada a su hogar..

Después de escuchar con paciencia su relato, el anciano no pudo articular palabra, y las lágrimas rodaron por sus ojos ya nublados por las cataratas. Con gran pesar, le reveló la verdad: «Cuando era niño, mis mayores me contaron que tus padres, hijos y esposa se consumieron de tristeza cuando partiste y nunca regresaste. Si eres quien dices ser, yo soy nieto de tu hermano menor. Han pasado más de cien años desde que desapareciste en la Cueva del Indio. Jamás se supo de ti.»

En el interior de la cueva, solo habían pasado unas horas, pero afuera, meses y años habían transcurrido.

El joven, lleno de dolor, empezó a llorar al darse cuenta de que había perdido a todos sus seres queridos en esa aventura, pero luego, sus lágrimas se convirtieron en una risa enajenada. Riendo y llorando intercaladamente, deambuló por las calles del pueblo mucho tiempo hasta que un día, sin que nadie supiera cómo, desapareció y se perdió rumbo al Cerro de Labradores.

Algunos dicen que había esperado otro Sábado de Gloria para volver a la Cueva del Indio, pero lo único cierto es que nunca se le halló, ni vivo ni muerto.

Hasta el día de hoy, en algunos ejidos cercanos al Cerro, ancianos esperan sentados frente a sus casas, anhelando el regreso de algún familiar perdido en la búsqueda del tesoro de la Cueva del Indio, tal como lo relatan sus mayores.

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