Su apariencia es delatadora.
A quienes observan, la mirada de quien la padece se encuentra en otra dimensión. La proximidad de la privación de la conciencia. El cuerpo humano sufre sobrecalentamiento. El motor se protege. Nuestro sistema va en caída libre.
Realizamos pagos en la populosa calle Morelos y Juárez. Pésima idea en el horario vespertino. Dentro del auto, el sentido de orientación sin brújula. Somos el guiñapo tránsfuga.
De eso mueren los cientos de inmigrantes. En sus aventuras por el desierto a pie. En infames cajas de asfixia, movidas por traileros sin escrúpulos. Calor, falta de agua y oxígeno, en pocos minutos te fulmina.
A quienes la hemos sufrido, queda la experiencia amarga. La desesperación de pedir ayuda. La concreta fragilidad del soplo de vida.
Suero, descanso a la sombra, la ducha con agua helada y los fármacos para controlar la temperatura.
Con un solo capítulo entendimos a marcha forzada. El agua no se le niega a ningún sediento. Ni el sanitario. Somos casos de desconfianza.
Tal vez sea el momento, inobjetable, de pasar a tender puentes, entre quienes dejan sus tierras por la aventura americana.
Alimentar, vestir y brindar cobijo de quienes están, como lo estuvimos en algún momento, errantes frente al golpe de calor, el hambre y la desnudez.