Los mexicanos elegimos mandatarios (en el país y los estados) cada seis años, en el caso de Nuevo León, con diferencia de tres años entre uno y otro, pero siempre terminamos igual: desencantados.
Desde los 70´s del siglo XX fue notorio el enojo de la sociedad con sus gobernantes, Echeverría surge en medio del descrédito por las acciones del 68, a la fecha es un personaje vituperado en la memoria colectiva.
De ahí en delante lo mismo, López Portillo emerge de un proceso democrático desacreditado, en una acción de descalificación, el PAN decide retirar a su candidato presidencial, quedando como candidato único de partido hegemónico el priista, las consecuencias no se hicieron esperar, se debió reformar el apartado político-electoral en la Constitución.
Le siguió Miguel de la Madrid y a éste Salinas de Gortari, sucede lo mismo, el pueblo rechaza a su mandatario a mitad de gobierno, incluso, el caso Salinas fue notorio por la llamada caída del sistema.
Vino Zedillo y de ahí la alternancia con Fox, Calderón y Peña, con todos pasa lo mismo, el pueblo los reprueba a mitad del mandato, con López Obrador sucede algo sui géneris, conserva popularidad, pero el descontento es amplio, un contrasentido.
La pregunta es: ¿Qué hacemos mal que siempre terminamos en desencanto?
Habrá lectores quienes respondan que ellos nunca han sufrido la traición de sus elegidos y por tanto no han padecido el desencanto. Es válido, pero no son las mayorías y la prueba de esto es la alternancia de gobiernos en el siglo XXI.
Es oportuno revisar nuestra forma de tomar decisiones, las motivaciones que nos mueven al momento de emitir el voto, evaluar nuestra forma de elegir porque ahí se centra el problema.
En el 2018 muchos mexicanos votaron con rabia, encono o ira contra el sistema y los partidos políticos dominantes (PAN, PRI). No importaba si el ahora presidente sería bueno o malo, joven o viejo, guapo o feo, inteligente o no; lo valioso era desahogar el rencor, descargar el enca… enojo frente a la impotencia de la frivolidad en la clase política dominante.
Nada importó si fuese sincero o no el candidato refractario, la motivación para millones nació en el desquite, cobrar venganza ante la burla permanente.
Ahí está la respuesta a la pregunta de origen, lo que hacemos mal los mexicanos es la forma en la cual basamos nuestras decisiones. Somos viscerales, emotivos, imprudentes e intempestivos a la hora de elegir lo valioso de nuestras vidas.
Lo mismo en el voto electoral que al momento de elegir pareja (vea estadísticas de divorcios), seleccionar estudios, escoger amistades, lo último que entra en juego en nuestras elecciones de vida son la razón y la lógica.
Tenemos un mandatario que para muchos es lo ideal: alguien quien malgasta dinero a montones, se codea con familias de delincuentes, miente sin ruborizarse, desprecia los protocolos diplomáticos y no sabe de historia; quizá su carisma surja porque es igual a millones de mexicanos.
Con todo ello, existe desencanto en amplios sectores de quienes votaron por él en el 2018, empresarios, profesionistas, intelectuales y políticos que se sienten desilusionados. ¡Pero qué cosa! Es un sector de población con liderazgo económico, académico, político o social donde están los compungidos por su error.
Ya se habla de elecciones presidenciales, hagamos un ejercicio de razonamiento y lógica. Desde ahora elaboremos un listado de cualidades que deseamos en un gobernante y defectos que despreciamos.
Pasemos a los suspirantes por nuestro código de cualidades. ¡Quién no pase que se vaya a su rancho… o al de otro!
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