Muchas años antes de que Enrique Serna publicara la novela El vendedor de silencio (Alfaguara, México, 2019), yo publiqué una investigación sobre el mejor hombre de prensa en México. Quizá por eso, Enrique bautizó al guarura de su personaje como Eloy.
Fue el mejor reportero de su época. Fue el peor periodista de su generación. Fue el pionero de las noticias de televisión. Fue el más impopular comentarista televisivo. Fue la pluma más mordaz. Fue la pluma más vendida. Fue un cosmopolita declarado. Fue un provinciano redomado. Fue un exquisito. Fue un salvaje. Popularizó la frase «Dios mediante». Pero no tenía Dios. Ni Diablo. Ni santos. Fundó la columna política en México pero institucionalizó con ella el vil chayote.
Se llamó Carlos Denegri y hace décadas cayó muerto a tiros, frente a un crucifijo colgado en la pared.
El estilo de Denegri de herir y alabar en partes iguales, daba miedo. Luego leí otro epitafio menos laudatorio por parte de Julio Scherer: «Denegri no daba miedo, daba asco». Entre el miedo y el asco, la lástima. Denegri no cultivaba la clemencia: era muy méndigo. Pero ya muerto nadie le tributó compasión. Había nacido en Texcoco, en 1910, vivido en Europa donde su padre Ramón P. Denegri era embajador, e incursionó desde joven en el periodismo, a partir de 1938.
Su muerte el 1 de enero de 1970 fue tan paradójica, que a costa de repetir los hechos como una letanía de infamias sucesivas, acabamos por compadecer a quien le disparó a quemarropa y por detestar a la víctima que murió instantáneamente. Nadie se merece morir así, pero hay muertes que suscitan sosiegos colectivos. Y la de Carlos Denegri fue una de esas. Buscó, de la peor manera posible, esa pasión por lo imposible con su diario arribo a Excélsior a las tres en punto de la madrugada, para revisar comas y acentos de sus columnas.
Antes de conocer la biografía de Denegri, conocí su personaje. El cronista Salvador Novo, tan ruin como él pero más esteta, lo dibujó de cuerpo entero en su obra de teatro A ocho columnas. Sin decir su nombre, se entendía a las claras en quién se inspiró para crear al personaje principal, un periodista tan excelso como corrupto, que celebraba sus cumpleaños con un baile suntuoso a donde asistía el gabinete presidencial en turno.
¿Envidia de Novo? Sin duda: ambos maestros de la prensa elevaron a la altura del arte literario la crónica como género periodística, y en su tiempo compitieron por la celebridad. Ganó Denegri en términos monetarios –fue un hombre inmensamente rico – pero lo superó Novo en términos de trascendencia – se volvió una leyenda en vida. Lo cierto es que si Novo destacó en la crónica de sociales, Denegri descolló en la crónica política y en el reportaje.
En su despacho de Reforma 456, Denegri guardaba tres tarjeteros como fuente de sus columnas. En el primero anotaba a los políticos de los que siempre hablaba; en el segundo a quienes nunca se refería y en el tercero a los que eventualmente mencionaba. Un colaborador le sugirió colorear los nombres de cada tarjetero. «No» protestó: «porque los que están en una categoría puedo ponerlas luego en otra, según el pago que me suelten».
El nombre de una de sus dos columnas en Excélsior era la proyección mental de Denegri: Arsénico. Y más que proyección mental, lo fue emocional: era una bilis disfrazada de sarcasmo. Uno de sus libros lo tituló 29 estados de ánimo, pero en realidad experimentó en su vida un solo estado: la insensibilidad.
Dominaba nueve idiomas, igual que dominó a la clase política nacional, igual que dominó su máquina de escribir, igual que dominó a cuanta mujer se le paraba enfrente. Le gustaba someter. Flagelar. Torturar. Y lucrar. Aprendió a doblegar a golpes de palabras; a lastimar a puños las almas femeninas. Sus calumnias fueron un reguero de tinta; su muerte fue un reguero de sangre.
Su última mujer, 20 años menor, de Saltillo, Coahuila, había sido una mujer independiente en una época cuando la autonomía femenina –sinónimo entonces de liviandad– era pábilo y cera para los chismes y la desaprobación de la «gente bien». Con todo, la esposa de Denegri practicó tres extravagancias impensables en aquellos días: se había divorciado de su primer marido, luego había huido de los flirteos de su acosador Carlos Denegri (desde México hasta Monterrey y luego a Saltillo). Finalmente, obligada a casarse con él y cansada de sus malos tratos –solía golpearla e insultarla cuando estaba borracho– lo mató por la espalda, de un balazo en la cabeza, en el dormitorio de su casa, en la madrugada de Año Nuevo y bajo un crucifijo de madera. Un joven Miguel Ángel Granados Chapa reaccionó a su muerte con la frase esperada: «¿Ya lo mataron?»