Ayer, el arzobispo de Monterrey, Rogelio Cabrera López, a través de monseñor José Francisco Gómez Hinojosa nos invitó a sostener un diálogo sobre la «realidad pastoral y social que vivimos y cómo podemos responder mejor a ella».
He repetido muchas veces que el arzobispo Cabrera López tiene una amplia preparación académica (que abarca el dominio de varios idiomas) y una rica experiencia vital: nació en Guanajuato y ha sido presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano (2018-2021), un cargo nada fácil de encarar.
El arzobispo reconoce la diversidad social que vivimos en México, hoy tristemente fragmentado por el hiperindividualismo y la polarización. Habría que diseñar una nueva convivencialidad tolerante.
En una entrevista que le hizo mi amigo Bernardo Barranco en 2021, don Rogelio comentó: «Cuando uno se dice mayoría, se cree con el derecho de aplastar a los demás. Y la Iglesia, independientemente de números, está obligada a aceptar la pluralidad y a dialogar con todos… Ya no es posible ser un monolito; no se puede ser una Iglesia en la que todos obedecen y dicen sí».
Y añadió: «Tenemos una sociedad pensante, que decide. Por eso el papa Francisco ha puesto una palabra por delante que es la sinodalidad, la capacidad de caminar con otros que piensan distinto. La sinodalidad es la conciencia de que yo no soy único; que estamos en un plano más horizontal, con menos verticalidad».
¿Cómo ha conseguido el papa Francisco esta sinodalidad práctica al interior de la Curia Romana? Lo explico con un ejemplo que puede servirnos muy bien como método legislativo a los regiomontanos, ahora que estamos haciendo una nueva Constitución local (bueno «estamos» es mucha gente, porque a mí no me han invitado a opinar en el Congreso local como a Sergio Elías Gutiérrez, notable constitucionalista).
El próximo 5 de junio entrará en vigor la nueva Constitución Apostólica del papa Francisco, denominada Praedicate evangelium (Predicar el evangelio). Se promulgó el pasado 19 de marzo y es un documento más trascendental de lo que pudiera pensarse.
Es la consumación de un largo proceso deliberativo que comenzó desde 2013 y que reforma a fondo su estructura de gobierno (en cierta forma ya anquilosado) y varios de sus fines, dando relevancia al papel de los laicos, al espíritu ecuménico y al diálogo global. Una muestra: concluye la función de las congregaciones pontificias y comienza la función de los dicasterios, con participación laica.
Sin decirlo oficialmente, también es un examen de conciencia, no exento de agrias disputas internas (dicen los historiadores que en Roma se inventó la grilla moderna), encabezado por el papa Bergoglio, a nueve años de ser elegido como pontífice romano.
Es la consagración de la «conversión misionera» que tanta falta le hacía a la Iglesia Católica en su actual crisis agónica (en el sentido de «lucha» que le dio a la palabra agonía Miguel de Unamuno).
¿Y cuáles son las aristas de esta crisis agónica? Excluyo de este artículo los escándalos, para referirme al número decreciente de fieles: la Iglesia Católica no solo se enfrenta al déficit de creyentes, o de conversos a otros credos, sino a un fenómeno curioso: la selección de dogmas (es decir: «yo creo en este pedacito de la doctrina pero no en este otro) de quienes, aunque se dicen católicos, suponen que la religión no debe tomarse por fuerza como un todo integral.
Se trata de una derivación de la tendencia actual a sostener nuestra propia colección de supuestas verdades (sinónimo actual de mera opinión) aunque se fundamenten en el vacío, sin ningún tipo de argumento. Son creyentes que pretenden hacer su propia mezcla, su propio mix religioso.
Esto no es una causa; es síntoma de que algo está mal al interior de la Iglesia y permea en la sociedad.
Por lo pronto, destaco el diálogo ecuménico al que nos invita el papa Francisco y el arzobispo de Monterrey. Y concluyo con una frase de don Rogelio: «Recuperemos la Iglesia primitiva; todos sentados en la misma mesa, en torno a los mismos ideales».