El hubiera no existe, suele decirse cuando se imaginan decisiones o sucesos que pudieron haber sido distintos, y, por ende, cambiado el curso de la historia. Suele ser por nostalgia o lamento, pero, en ocasiones, pensar en lo que pudo haber sido resulta una reflexión necesaria.
Una de estas ocasiones es el máximo desastre nuclear de la historia: la explosión de la planta de Chernobyl en 1986 en la entonces Unión Soviética, para ser precisos, en lo que hoy es Bielorrusia, muy cerca de la frontera ucraniana.
El accidente y la crisis descomunal que le sobrevino son el tema de una nueva miniserie televisiva producida por HBO que se titula simplemente “Chernobyl”. Escrita por Craig Mazin, se desenvuelve por apenas cinco episodios, pero está dejando una marca profunda en el público.
La miniserie ha logrado atrapar la imaginación colectiva (cosa cada vez más compleja en tiempos donde reina el déficit de atención) con base en una estremecedora historia real. Tres grandes ideas, considero, cruzan la obra: las consecuencias de esconder la verdad y la búsqueda de ella; los sacrificios -la heroicidad existe- que hacen las personas comunes en medio de una crisis y, finalmente, el impacto destructivo que la actividad humana está teniendo sobre el planeta.
Como punto de partida se tomó el libro “Voces de Chernobyl: la historia oral de un desastre nuclear”, de Svetlana Alexievich, escritora bielorrusa que ganó el Nobel de literatura en 2015, premio que la academia sueca decidió otorgarle “por su escritura polifónica, un monumento al sufrimiento y coraje de nuestro tiempo”.
Y vaya que sufrimiento y coraje sobran en Chernobyl. No existe consenso sobre la cantidad de muertes generadas por el accidente (el rango va de las 4 mil hasta más de 90 mil), pero las dimensiones pudieron haber sido, cuando menos, continentales, amenazando los medios de subsistencia de millones de personas en Rusia y Europa.
En una escena, el mandatario ruso Mijail Gorvachov reprende a su gabinete por lo ocurrido, enfatizando que el poder de la Unión Soviética proviene de la percepción que desde fuera se tiene precisamente sobre el poder que ese país ostentaba. Lo que se ve no necesariamente es lo que hay, el problema es que se sepa.
Una de los testimonios recuperados por Alexievich en su libro sobre la tragedia, recordaba: “Nos dijeron que teníamos que ganar ¿Contra quién? ¿Al átomo? ¿A la física? ¿Al universo? La victoria no es un evento para nosotros, es un proceso”
Mazin, el creador de la miniserie, la considera un vehículo hacia la verdad, es decir, un recuento que intenta ser fiel, con lapsos dramatizados, de aquél episodio histórico, pero sobre todo, que despierte en la audiencia la intención de saber más sobre lo que sucedió. Y es que la verdad (o los esfuerzos deliberados de ocultarla) juega un rol clave dentro de la historia, cuestionando si la seguridad nacional, los secretos de Estado y la reputación misma de un gobierno, de una nación, justifican ocultar información de interés público.
En todo momento, las personas comunes son quienes sufren la tragedia, pero también quienes surgen para enfrentarla, muchas veces con el conocimiento de arriesgar sus propias vidas: mineros que cavan un túnel bajo lava nuclear; soldados que tienen segundos para palear grafito radioactivo; científicos que buscan respuestas a lo ocurrido.
El paralelismo con el presente es tan inevitable como necesario: vivimos tiempos donde las Naciones Unidas califican al calentamiento global como el mayor desafío que enfrenta la humanidad, mientras que el líder del país más poderoso del mundo niega la evidencia científica y ha hecho de la mentira tal costumbre que ha comenzado a confundirse con la verdad.
Chernobyl es un testimonio escalofriante de lo que nuestra ambición y errores pueden provocar. Es también una prueba de la templanza humana, pero, sobre todo, el recordatorio de lo necesaria que resulta la verdad para la democracia, y eventualmente, para nuestra propia supervivencia como especie.