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Si no ayudas…

Y olvidamos que somos, los demás de los demás;
que tenemos el lomo como todos los demás,
que llevamos a cuestas, unos menos y otros más,
vanidad y modestia como todos los demás…
-Alberto Cortez

Hace unos días escribí unas líneas acerca de los adolescentes y cómo forjan al adulto que serán por medio de los grupos a los que pertenecen, y comentaba que aquí, la palabra clave era, precisamente, pertenecer.

Cuando llegó mi oportunidad, mi forma de pertenecer fue a través de la religión. Mi familia me permitió experimentar con lo no católico, y por unos tres, cuatro años exploré la espiritualidad desde un templo cristiano (no voy a dar denominaciones para no ofender).

No sé si es costumbre en este tipo de iglesias, pero cuando había reunión dominical uno tenía que llenar un formulario para registrar cuánto se había leído de la Biblia, cuánto ibas a aportar de diezmo y, entre otros datos curiosos, también se debía registrar la cantidad de testimonios –es complicado, pero digamos que si habías invitado a alguien a acompañarte a la reunión ya contaba– que habías dado durante la semana.

En este rubro, siempre llenaba esa línea con un cero.

Más de una vez los líderes del lugar cuestionaron mi sincero desempeño como miembro de la iglesia, ya que nunca daba una respuesta diferente a esta cuestión. Mi respuesta siempre era la misma: “Me siento muy feliz siendo miembro de esta iglesia y, si recuerdan, llegué por mi propio pie. Así como yo estoy muy a gusto, hay gente que está contentísima siendo católica,  budista o lo que quiera, y yo no tengo por qué andarlos molestando para que cambien algo con lo que se encuentran a gusto”.

La anterior anécdota viene a colación porque, hace mucho, mucho tiempo, existía lo que era la sazón en una plática con los amigos, esa pieza de jugosa información que se conocía como chisme y que llevaba más o menos la siguiente estructura:

  • El click-bait: “¿Te acuerdas de Fulanito? ¡Ni te imaginas qué le pasó!”
  • La bomba: “Pues fíjate que…”
  • La lenta degustación: “¿Pero qué le pasa, qué tiene en el cerebro?”
  • La sabiduría infalible: “Yo en su lugar habría…”
  • El ¿cuántos más, Peña?: “En fin, ¡de lo que se entera uno…!”

Por supuesto que no es un arte desaparecido, al contrario: las redes sociales forman una gran vecindad en la que todos, pero todos, todos, nos sentimos genuinamente ciudadanos del mundo, expertos en cualquier ciencia y arte –véase cómo no escribí o–, y ante una publicación que despierte nuestras sensibles alarmas –lo que puede ocurrir en un amplio abanico, que va desde una falta de ortografía hasta la expresión de una opinión– aparece la necesidad de arreglar al otro.

Bien puede ser lanzándose directamente a la yugular con el comentario belicoso, arreglar el mundo de la persona con nuestro sabio consejo, o simplemente compartiendo su predicamento y exhibiéndolo como la torpe excusa de ser humano que es.

Te apuesto doble contra sencillo que no va a faltar quién haya leído mi estructura del chisme y se le estén quemando las manos por hacerme una corrección, ¿o no?

Tanto en el contacto con otras personas, como en la red, tendemos a simplificar la situación de otros y planteamos soluciones de un solo paso. No sé a ustedes, pero a mí no me gusta dar consejos. Información sí, si la creo pertinente; y ayuda también, en la medida de mis posibilidades. Pero no consejos.

Cada cabeza es un mundo, como se dice, y puedo asegurarte, lector, que también a ti te ha caído encima un consejo simplista o una crítica dura, y has respondido a ellos, respectivamente, con un: “Bueno, no es tan sencillo…”, como con un: “¡Ni siquiera me conoces!”.

Cada historia tiene sus matices, y lo que le funcionó a uno puede ponerle peor las cosas a otro.

La frase que acuñó el Benemérito de las Américas hace casi 150 años, la Regla de Oro y la canción de Alberto Cortez con la que abrí este artículo se reducen al mismo principio. Considéralo la próxima vez que te descubras a punto de hacer correcciones sobre la vida de alguien más. Te lo vas a agradecer.

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