Por Eloy Garza González:
Hace un par de meses, mi amigo Pedro Aguirre y yo tuvimos la peregrina idea de impartir un curso para señoras adineradas de San Ángel Inn, en la ciudad de México, sobre la historia del siglo XX contada a partir de las grandes novelas de los últimos ciento doce años (una mejor manera para bajarles algunos pesos que aquel Fosfo bitacal que quitaba el mal de amores).
Barajamos nombres como Pío Baroja, León Tolstoi, Ismael Kadaré y para bordar el Lejano Oriente, Pedro propuso al Premio Nobel del año 2000, el chino-francés Gao Xingjian. Dado que la principal novela de este autor, “La Montaña del Alma” me aburrió de cabo a rabo, se lo canjeé por un autor poco conocido en México pero cuya novela “Sorgo Rojo” (llevada exitosamente al cine en 1987), me conmovió hasta la médula: Mo Yan.
Entonces le solté la especie ratificada en Facebook de que este chino de rasgos anodinos y titubeos de campesino extraviado ganaría como quien se quita una paja de encima, el Premio Nobel de Literatura 2012. Pedro hizo mofa de mis apasionados albures y luego, cuando Mo Yan ganó su dichoso premio, yo hice mofa de mi amigo. Quedamos a mano.
No diré que me sentí cómodo en mi inesperado oficio de brujo literario. Con Iván Trejo había acariciado la posibilidad de que este año el Nóbel cayera en manos del más grande poeta vivo de la lengua castellana, Juan Gelman, amigo de Iván. Pero el propio Juan, derrotado por la Academia Sueca al igual que otros cien literatos de igual calibre y magistral rango, tomó a la ligera el hecho y lo zanjó con un comentario criminal de su nietecito, la misma mañana en que no le concedieron el mentado Premio: “¿y si matamos al chino, abuelo, crees entonces que te tocará a ti la medallita esa?”. Juan se quedó pensativo un rato antes de contestar: “Pues no es mala tu idea: son tantos chinos viviendo en China que uno menos no lo echarían en falta nadie”.
Pues resulta que la estrategia aniquilante del nietecito de Juan es llevada a la práctica por la intelectualidad progresista del mundo, que pretende, si no matar al chino, sí birlarle el Premio Nobel con el argumento mezquino de que no se lo merece por motivos políticos, dada su proximidad con el régimen comunista. Imprudente, Mo Yan tampoco abona a su causa con sus bobaliconas opiniones como esa de comparar la censura artística “con el control de seguridad en los aeropuertos”.
Incluso en México (que para avivar chismes globales estamos que ni mandados a hacer), varios críticos parroquiales han comparado a Mo Yan con Alfredo Bryce Echenique y su polémico premio que le concedió la FIL de Guadalajara. Pero la comparación es ilusoria: Mo Yan no contamina sus espléndidas novelas con sus posiciones políticas controvertidas, y Bryce sí contamina su obra literaria con plagios flagrantes y confesos que lo han hundido a la fosa séptica de los sinvergüenzas sin remedio.
En estos casos, más vale quitarnos los anteojos de lo políticamente correcto para gozar de la prosa turgente de “Grandes Pechos y Amplias Caderas”, la mejor novela de Mo Yan por el sentimentalismo histórico que destilan sus casi mil páginas que se leen como agua. Basta esta narración, que abarca de la Rebelión de los Bóxers de 1900 a la “La Revolución Cultural” de Mao en los años sesenta para cubrir las tres cuartas partes del curso para señoras que Pedro Aguirre y yo planeamos impartir a las señoras adineradas del Pedregal de San Ángel y como prueba irrefutable para detener en sus macabras intenciones al nietecito de Juan Gelman, al menos no antes de que Mo Yan escriba su próxima gran novela.