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Una ópera alicinante

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Einstein on the Beach ópera de Philip Glass es una obra bella en su rareza y adictiva en su alucine; hermosa en su música, escenografía, iluminación, coros, actuaciones y trazo escénico.

Einstein en la playa (1976) no es una ópera fácil de digerir. El público no va a encontrar en ella una biografía autorizada puesta en un drama. Es más, Einstein sólo es un sujeto evocativo, casi a la manera de “Godot” en Esperando a Godot de Beckett (1952), en que el protagonista nunca aparece salvo en los recuerdos de los personajes.

Si a esto agregamos el tipo de música plena de rítmica adictiva, hipnótica, tremendamente repetitiva, eficaz en su simpleza, extraña pero agradable, más las cuatro horas y media de duración sin interrupciones, se entenderá el desconcierto de buena parte del público que asistió al estreno, el viernes 9 de noviembre, a Bellas Artes. Al fin que el tiempo es relativo…

Por supuesto que hay fieles del culto cuasi religioso llamado Philip Glass que aguantarían esa larga jornada y más, y que hacia el final le propinaron vivas y aplausos atronadores al genio de Baltimore. Estos seguidores debieron reprimir sus aplausos al ser callados una y otra vez por el público cuando pretendían aplaudir tras cada “oscuro” que separaba un cuadro de otro.

UN DRAMA LEJOS DE LO CLÁSICO

Einstein personaje aparece fuera del proscenio, al margen del corpus central de la obra, en el foso de la orquesta como un violinista solitario que saca notas bellísimas de su instrumento (Antoine Silverman es el músico y actor). Aunque también vemos a Albert en una fotografía durante 15 segundos sobre el escenario después de hora y media de espectáculo; lo mismo en sus ecuaciones de la Teoría de la Relatividad, en imágenes de la bomba atómica…

Si usted va buscando un drama occidental clásico, con una estructura propia de composición dramática griega, no lo va a encontrar aquí. Es más no tiene un libreto digamos que formal y los actores intervienen con relativa libertad. De hecho la obra comienza con la recitación obsesiva de números como en la escuela primaria y termina con el recitativo de un personaje que maneja un autobús y que reflexiona sobre la noche y el amor de una pareja que está sentada en un parque.

Pero a Philip Glass parece no importarle el asunto de la comprensión, de la racionalidad en sentido “occidental”, sino más bien busca impresiones sensibles al estilo como sucede con la música tradicional de la India. Recordemos que Glass fue admirador y discípulo de Ravi Shankar. Con esto queremos decir que a Einstein en la playa no hay que tratar de entenderlo, sino de apreciar las sensaciones sonoras tan agradables que impactan no sólo el oído sino todo el cuerpo. Lo mismo las impresiones visuales de formas, volúmenes y colores que conmueven al individuó aún en el subconsciente.

Y hablando del impacto visual, hay que reconocer el trabajo de otro genio, Robert Wilson, director y diseñador de escenografía e iluminación. Baste decir que The New York Times habló de Wilson como de “una figura gigantesca en el mundo del teatro experimental”.

Todavía el año pasado Philp Glass se definía a sí mismo como un individuo judío-taoista-hindú-tolteca-budista, una mezcla tan vital como extraña que más que propósito de vida es una acumulación de experiencias. Muy congruente todo ello con las ocupaciones que ha desempeñado este genio de la música a lo largo de su existencia: electricista, artesano, mecánico, taxista, empeños todos con un común denominador, la búsqueda de él mismo, de su verdad. Búsqueda que se refleja en Einstein en la playa.

PIFIAS

La obra de Glass es víctima del paso del tiempo. Tiene un dejo setentero del que no se puede escapar, sobre todo en esa obsesión por hacer del espectáculo una tribuna de concientización social.

El proyectil que lleva una bomba atómica se mueve de manera ridícula sobre el escenario (era preferible un trabajo de computadora).

Hay números de la coreografía que son de risa, con pasos elementales de escuela de ballet.

En cuanto a la extensión de la obra, no toma en cuenta la contabilidad del tiempo establecida por la gran industria del cine y medios electrónicos, dinámica que ha hecho suya el público. Y que es el resultado no de caprichos sino de investigaciones en torno a las audiencias.

Fuente: El Economista

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